Entre el dinero y la beatitud
Un recorrido por la historia del dinero en Europa. Con parada especial en la ciudad de Asís, donde la rebeldía del hijo de un mercader daría origen a una gran orden monástica.
En los templos de Asia llama la atención ver todavía hoy monedas o billetes decorando los altares, junto a flores ofrendadas por los fieles. Eso sería muy extraño en Europa, pese a que en tiempos de Carlomagno una moneda real o imperial podía ilustrar la portada de una Biblia. Para eso está el cepillo de las iglesias –modernizado por cierto en España desde 2019 por el Banco de Sabadell, cuya versión contactless ha incrementado las donaciones y facilita desgravar a Hacienda–. Nuestra relación con el dinero ha ido variando conforme este se desprendió de la connotación sagrada que le otorgaban el oro, la plata y los símbolos acuñados en él… hasta convertirse en el «vil metal».
En la Antigua Roma, un áureo de oro o un denario de plata ya valían más que su contenido en esos metales preciosos, al contrario de lo que sucedía con un lingote. Algunas provincias podían acuñar monedas de bronce, pero la producción de monedas de plata era potestad de Roma. Cuando Constantinopla tomó el relevo, el áureo fue reemplazado por el sólido bizantino. De él derivan palabras como sueldo o soldado.
Los pueblos germánicos que ocuparon Europa tras la caída de Roma carecían de monedas propias y crearon las suyas inspirándose en las romanas, aunque con un estilo más tosco. En ese mundo económicamente deprimido, con escaso comercio, pésimas comunicaciones y gran cantidad de tierras sin cultivar, el valor de las monedas volvió a estar determinado por su peso. Los jefes de estos pueblos guerreros se hacían cargo del botín conseguido, pero no para esconderlo o invertirlo, sino para exhibirlo. Parte lo regalaban a sus compañeros de armas y parte lo ofrendaban en altares o lo enterraban con los muertos. El trueque era un pilar esencial de esa economía, en la que el prestigio, el poder y la riqueza se obtenían y se manifestaban a través de obsequios, los cuales generaban lazos de dependencia en el receptor.
No resulta extraño así que, tras el hallazgo de un gran tesoro enterrado, Gontrán I, un rey de Borgoña del siglo V, mandase forjar el palio de un altar de oro adornado con piedras preciosas a fin de enviarlo al Santo Sepulcro de Jerusalén. Pero ante las dificultades que entrañaba tal empresa, dispuso el palio sobre la tumba de San Marcelo, en un monasterio próximo a Chalon-sur-Saône, que eligió a su vez para ser enterrado. Poco antes de la batalla de Poitiers (año 732), el monasterio fue saqueado por los musulmanes.
La conducta de este rey burgundio contrasta con la de Arnoul, obispo de Orleans, quien cuatro siglos más tarde, durante la reconstrucción de la catedral asolada por el fuego en 989, destinó un tesoro descubierto en los cimientos a costear esas obras y las de otras iglesias que precisaban reparación. El primer caso, la conversión de un tesoro en otra forma de tesoro, caracteriza a la economía que rigió en los siglos que siguieron a las migraciones germánicas. El segundo, emplear un tesoro para pagar sueldos y materiales de construcción, refleja la nueva mentalidad que estaba tomando cuerpo en Occidente.
A mediados del siglo XI, en pleno renacimiento comercial, libre del pillaje de musulmanes y vikingos, toda la Europa latino-cristiana se vinculó a un sistema de intercambio donde el dinero pasó a ser un instrumento capaz de generar riquezas por sí mismo. Dos siglos después, comenzó la acuñación sistemática de monedas. En Florencia la industria textil alcanzó un gran desarrollo en el siglo XII, cuando ocupaba a la tercera parte de la población. Los comerciantes importaban colorantes de Oriente y el tinte rojo y los tejidos florentinos conquistaron Europa. El declive relativo de esa industria en el siglo siguiente tuvo pocas consecuencias porque había nacido un negocio más lucrativo para la ciudad: la banca. Al crear los cheques, el crédito, los seguros de vida y las letras de cambio, los banqueros florentinos sentaron las bases del comercio moderno. Y pusieron en circulación la moneda que reemplazó al sólido bizantino y al dinar islámico: el fiorino d’oro, o florín, con la flor de lis en el anverso y San Juan Bautista en el reverso, el símbolo y el patrón de la ciudad respectivamente. La fiabilidad del florín permitió que fuera adoptado en gran parte de Europa desde su introducción, en 1252, y hasta el siglo XV. Gracias a ese capital se financiaron muchas de las grandes obras del Renacimiento en Florencia, incluida la catedral de Santa María del Fiore, cuya cúpula, concluida en 1471, logró sobrepasar a la de Santa Sofía en Constantinopla más de nueve siglos después.
Pero la consolidación de la nueva economía que auspició la construcción de esas nuevas catedrales generó también ásperos debates en la sociedad. Hasta el siglo XI, la vanidad había sido el vicio más combatido por los moralistas; desde ese momento lo fue la avaricia («la raíz de todo mal» para Pedro Damián). En el siglo XII, el derecho canónico recogía máximas como «un mercader raramente puede complacer a Dios». Y se discutía si abogados, médicos o profesores tenían derecho a percibir honorarios por aplicar un conocimiento cuyo origen se consideraba, en última instancia, divino. Existía asimismo la prohibición moral de prestar dinero a cambio de interés. Los monasterios sin embargo habían empezado a recibir grandes riquezas y fueron precoces en la administración del dinero para las nuevas actividades comerciales. En 1147, Pedro el Venerable, abad de Cluny, lanzaba diatribas contra los judíos que acumulaban monedas, pero sus críticas, que alentaron más de un pogromo, se podrían aplicar también a los superiores de su orden.
En parte como reacción a las crecientes comodidades de los monasterios benedictinos, entre los siglos XI y XII surgieron tres nuevas órdenes monásticas: cartujos, premonstratenses y cistercienses. Los cartujos lograron combinar los elementos eremíticos primitivos (pobreza, retiro, renuncia a la voluntad individual…) con la vida benedictina. Los premonstratenses vestían un hábito de lana sin teñir y tomaban los votos de obediencia y permanencia en un lugar. La orden del Císter se fundó en 1098 y un siglo después contaba con quinientos conventos. Y a esto habría que añadir los distintos grupos de fieles laicos que en los siglos XII y XIII rechazaron la nueva economía de beneficio. Valdenses, humillados, beguinas y cátaros predicaron de forma teórica y práctica la austeridad y la fraternidad, en aras de una vida al margen de los cálculos económicos.
La figura de Francisco de Asís (1182-1226) encarna y trasciende todas esas contradicciones. Hijo de un próspero mercader de tejidos, un día partió con su caballo y un lote de costosas telas hacia el mercado de Foligno, vendió la mercancía junto a la montura y regresó a pie. En las afueras de la ciudad, entró en la iglesia de San Damiano y le rogó al sacerdote que aceptase el dinero y le permitiera quedarse un tiempo. Como el religioso solo accedió a lo segundo, Francisco arrojó el dinero por la ventana, considerándolo basura. Su padre, Pedro Bernardone, tras buscarlo durante semanas por todas partes, le conminó a devolver el dinero y a renunciar a su herencia ante el obispo de Asís. Las monedas seguían en el suelo junto a la iglesia de San Damiano y Francisco se las entregó a su progenitor. Pero una vez llegado ante el obispo, se despojó por entero de sus ropas en medio de la muchedumbre para emprender un camino sin vuelta atrás.
Conocido es el resto de la historia del poverello de Asís: el cuidado de pobres y leprosos, la reconstrucción de la pequeña iglesia de la Porciúncula (hoy una isla sublime en medio de la basílica de Santa María de los Ángeles), sus andanzas vestido con una simple túnica y una cuerda como cinturón, sus retiros en el Eremo delle Carcieri… En 1210, el papa Inocencio III, el mismo que había autorizado la inclusión de un cepillo en las iglesias, aprobó la orden de los Hermanos Menores. Un siglo más tarde había 1.400 conventos franciscanos en las ciudades de la cristiandad latina. En ellas, los monjes se entregaban a su principal actividad: predicar en la plaza del mercado contra los vicios de la época.
Pero como explica Lester K. Little en su excelente obra Pobreza voluntaria y economía de beneficio en la Europa medieval (Ed. Taurus), aquellas personas que habían renunciado al dinero acabaron desarrollando una ética que justificaría las actividades lucrativas de los nuevos profesionales urbanos. Recordando a Francisco en un sermón, en 1261 el arzobispo de Pisa contó a los fieles que había llegado a conocer al santo. Y añadió:
–Y qué agradable ha de ser para los mercaderes saber que uno de su grupo, Francisco, fue mercader y también fue santificado. ¡Cuánta esperanza han de tener los mercaderes al contar con tal intermediario mercantil ante Dios!
Dos siglos más tarde, el fraile franciscano y matemático Luca Pacioli, cuyos trabajos sobre el número áureo inspirarían a Leonardo da Vinci, inventó los asientos de contabilidad por partida doble, otra contribución a la humanidad de la banca florentina.
La región italiana de Umbría tiene en la ciudad de Asís su destino estrella. La iglesia de Santa Clara conserva el crucifijo del siglo XII pintado sobre una tabla que le habló directamente a Francisco en San Damián. La basílica inferior de Asís alberga la cripta donde reposan sus huesos. En la superior, 28 frescos de Giotto ilustran la vida del santo más hippie (frente a su performance desnudo ante el obispo palidecerían las de Marina Abramovic y otros grandes artistas contemporáneos), que compuso el Canto de las Criaturas, llegó a predicar a los pájaros y convirtió al temido lobo de Gubbio en una inofensiva mascota de la ciudad.
Los templos acogían lo que nuestros antepasados consideraban más sagrado o valioso, familia aparte. Por eso los museos podrían considerarse hoy las nuevas catedrales. Pero la actitud con que acudimos a ellos cuenta tanto como las obras en sí mismas. En su libro El quinto en discordia, el escritor canadiense Robertson Davies narra cómo, mañana tras mañana, acudía a la basílica de Guadalupe, al norte de Ciudad de México, para contemplar la interminable hilera de hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, que avanzaban de rodillas para acercarse tanto como fuera posible a la milagrosa imagen de la Virgen, transferida según se dice por mediación divina en 1531 sobre una tilma (la manta que llevaban los hombres del campo anudada sobre un hombro).
A Davies le fascinaban sobre todo los devotos arrodillados. Veía en ellos «la belleza que poseen casi todos los rostros cuando se encuentran en presencia de la diosa de la piedad, la Santa Madre, la figura de la divina compasión». Sus caras le parecían muy diferentes de las que presentan los amantes del arte que contemplan una virgen en un museo. Para aquellos fieles, la tela no era una pintura, sino la encarnación de algo mucho más grande que sus propias vidas. Las monjas y sacristanes que repartían las pequeñas copias del cuadro se habituaron a la presencia de Davies («debían pensar que formaba parte del excéntrico grupo de los ricos devotos, o que tal vez estuviera escribiendo un artículo para una revista de viajes»). Davies depositaba limosna en todos los cepillos y lo dejaban en paz. Pero lo que este escritor se preguntaba es qué razón lleva a personas de todo el mundo y de todas las épocas a anhelar maravillas que la ciencia sería incapaz de verificar. Y sobre todo: ¿son creadas esas maravillas en virtud del deseo humano de que existan? ¿O este surge de la convicción profunda, que no puede ser experimentada ni cuestionada de forma directa, de que lo maravilloso es un aspecto más de lo real?
Asís es hoy una ciudad medieval plena de encanto, sin construcciones que desentonen, que trepa por las faldas del monte Subasio. Por sus calles y cuestas enlosadas caminan personas venidas de países muy diversos. Algunas visten túnica y sandalias franciscanas; otras parecen interesadas por una espiritualidad que no se ciñe a una religión en concreto. En abril de 2019 pasé allí unos días en pareja, invitado por nuestro amigo Emiliano y su esposa Stefania, padres de la pequeña Sofía. Como tantos viajeros, realizamos esa especie de yincana que recorre los enclaves esenciales vinculados a la vida de Francisco, en algunos de los cuales se puede sentir una calma especial.
Al ascender a la boscosa montaña que acoge el Eremo delle Carcieri (la ermita de las cárceles), recordé mi primera visita a aquel lugar, siendo muy joven y en compañía de tres amigos. Llegamos una noche de verano con idea de dormir al raso, pero como el terreno ofrecía tanta pendiente, acabamos desplegando los sacos sobre la única superficie plana que ofrecía el lugar: las mesas de pícnic dispersas entre la arboleda. Tardamos en conciliar el sueño sobre aquellos tablones, pues luces diminutas flotaban entre nuestras mesas y los robles que las envolvían. Era la primera vez que veíamos volar luciérnagas. A la mañana siguiente, cuando se abrió la ermita, que en su origen era un conjunto de cuevas, visitamos el modesto cubículo rocoso donde se recluía el santo. Una sola flor en un pequeño vaso perfumaba con su aroma toda la estancia.