Los parques de la Meseta de Colorado
Un viaje desde Phoenix (Arizona) por algunos de los paisajes más bellos de Estados Unidos.
El Gran Cañón del Colorado puede resultar más difícil de atravesar que una cordillera. La naturaleza ha excavado aquí un bajorrelieve de dimensiones gigantescas: un foso de 440 km de longitud y hasta 1.600 metros de profundidad y 29 km de anchura. En los días de verano, este conjunto de precipicios, oteros, pendientes, riscos y otras formaciones parecen apretujarse contra las paredes, como si las cohibiera el ardor del sol. Pero al amanecer y al atardecer, con la luz rasante, la interminable sucesión de biombos se despliega como un libro tridimensional, pintado de rojo, rosa, verde, pardo, naranja, malva y otros muchos colores, configurando uno de los paisajes más extraordinarios de la Tierra.
Ninguna obra de ingeniería franquea tan colosal abismo. Solo lo logran, en sus extremos, el puente de la presa del lago Powell, junto a la ciudad de Page, y el de la presa del lago Mead, al este de Las Vegas. Como los separan 500 km de carretera, el primer dilema al dirigirse al Gran Cañón es si visitar el borde norte o el sur.
La cornisa norte, más húmeda y fría, discurre a 2.500 metros de altitud y suele estar nevada entre octubre y mayo. La cornisa sur se alza por encima de 2.000 metros, en la Meseta de Coconino. En esta zona, la más visitada del parque nacional, el roble de Gambel se extiende hasta el borde mismo de los acantilados. Es un árbol cuyas raíces crecen en sentido horizontal y emiten brotes que se transforman en nuevos árboles. Decenas de ejemplares pueden compartir así una madeja de raíces común. Ese sistema radicular le permite además al roble de Gambel recuperarse con facilidad tras un incendio. Las ardillas almacenan sus bellotas, que también ingieren los ciervos. Los indios las consumían a su vez, si bien prefieren los piñones del Pinus edulis, uno de sus alimentos básicos, que hoy se comercializan en la zona como «indian nuts». Con la resina de estos pinos, los indios impermeabilizaban sus cestos de fibras vegetales trenzadas y obtenían así recipientes ligeros capaces de contener líquidos.
El Heard Museum, en Phoenix, la capital de Arizona, muestra la heroica adaptación de las tribus indias del sudoeste de Estados Unidos a un territorio árido y de temperaturas extremas. Asombra la belleza de los tejidos, los enseres o las joyas. Una colección de más de 400 kachinas, las muñecas ceremoniales de los indios hopi, acapara las miradas. Estas figuras talladas en raíz de álamo representan a entes que traen la lluvia y actúan como mensajeros entre los seres humanos y el mundo espiritual. Kachina significa «portadora de vida». El Heard Museum también expone obras de artistas indígenas contemporáneos y recuerda el drama de los miles de niños indios trasladados a las escuelas estatales para «civilizarlos». Un antiguo sillón de barbero, donde decían adiós a su cabellera, preside una sala al modo de una silla eléctrica. Profecías de los indios hopi auguraban sin embargo que los blancos también llevarían un día el pelo largo, como los indios, y que abandonarían las ciudades para vivir en contacto con la tierra. En 1982, la innovadora película documental Koyaanisqtasi («Vida fuera de equilibrio» en lengua hopi), orquestada con música de Philip Glass, presentaba otras más inquietantes: «Excavar las riquezas de la tierra es cortejar el desastre»… «Al acercarse el día de la purificación, se tejerán telas de araña de un extremo a otro del cielo».
Hopi significa «la gente pacífica». Esta tribu, como los pueblo y los zuñi, es heredera de la cultura anasazi, más campesina que cazadora. A diferencia de sus descendientes, los anasazi no conocieron el caballo, el mulo ni la pólvora, y vivieron en un mundo sin herramientas metálicas ni ruedas de madera. Pero construyeron notables poblados de adobe, a menudo encaramados en paredes de cañones, aprovechando cavidades de la roca. Eso les brindaba protección adicional ante las tormentas y atenuaba el dramático contraste de temperaturas entre noche y día, o entre invierno y verano. El maíz, los frijoles y las calabazas constituían su principal sustento. Pero a partir del siglo XIV, la irrupción de los navajos y los apaches, venidos del norte y habituados al saqueo, o acaso una grave sequía, les hizo abandonar sus poblados. Anasazi («antiguos enemigos») es, de hecho, una palabra navaja.
Cuando nuestro hijo Éric tenía 18 años nos anunció que las futuras vacaciones preferiría pasarlas por su cuenta, de modo que ese verano, como despedida viajera, alquilamos una autocaravana para recorrer juntos los parques nacionales de la Meseta de Colorado. Ese fue el colofón de las rutas en familia por diversos continentes que habíamos realizado con él y su hermana Alicia desde que eran niños.
Al partir rumbo norte desde Phoenix, los saguaros reinan en el paisaje. Estos gigantescos cactus columnares, que pueden alcanzar 15 metros y tener medio centenar de brazos, están protegidos por la ley. Sus llamativas flores se abren después del atardecer y son el símbolo del estado de Arizona. Un poco más adelante, al acceder a la Meseta de Colorado por su labio sur, el escenario se transfigura. Estamos en Sedona, corazón del Parque Estatal Red Rock. Impresionantes formaciones de roca arenisca de color anaranjado incitan a todo tipo de excursiones –a pie, a caballo, en bicicleta de montaña–, mientras la vegetación multiplica su verdor en las riberas del bucólico Oak Creek Canyon.
Sedona es el enclave de Arizona más visitado después del Gran Cañón. Pero en esta bohemia localidad el turismo es sobre todo nacional. Artistas, hippies y personas con inquietudes espirituales llevan décadas acudiendo a Sedona en busca de inspiración o conexión. Los vórtices o centros de poder donde la tierra canaliza sus energías figuran incluso en los mapas de la Oficina de Turismo. Si no se cree en esos chakras de la Tierra, no importa: la belleza del lugar cautiva por sí misma. Una puesta de sol en Cathedral Rock o en Bell Rock resulta casi psicodélica. Y al retornar de esos paseos, el deleite puede dar un salto cuántico para quien haya reservado mesa en el Elote Café, el mejor restaurante mexicano de la región.
Entre Sedona y Flagstaff, la carretera se encarama por la Coconino National Forest. El bosque de pinos ponderosa se pierde en el horizonte, favorecido por la altitud de la Meseta de Colorado y las lluvias que convoca la volcánica Sierra de San Francisco (3.852 m), techo de Arizona. Pero los árboles se desvanecen conforme la carretera avanza hacia el Painted Desert. Aquí la tierra desnuda pasa a exhibir su pureza más descarnada, con un repertorio de colores que abarca del gris al violeta.
Cual canoas varadas, enormes árboles fosilizados yacen sobre las arenas en el Parque Nacional del Bosque Petrificado. El cuarzo ha sustituido las células vegetales y realza incluso los anillos de crecimiento de estas coníferas, sepultadas hace 200 millones de años en un delta rico en cenizas volcánicas. Los tocones brillan como mandalas de cerámica vidriada, desplegando un abanico de colores cálidos. La película El bosque petrificado (1936), protagonizada por Leslie Howard y Humphrey Bogart, fue pionera en transmitir el hechizo de este remoto lugar.
El Monumento Nacional del Cañón de Chelly es un foso abierto en la roca arenisca de 50 km de longitud y 300 metros de profundidad. Entre los siglos XII y XIV, un millar de indios anasazi cultivaban maíz, frijoles y calabazas en el fértil lecho del cañón. A sus moradas, construidas en oquedades en mitad de la pared, solo se accedía mediante largas escalas. Los navajo reemplazaron a los anasazi en los habitáculos rupestres del cañón y prosiguieron con sus tareas agrícolas. Pero en 1805 el militar Antonio Pascual Narbona acorraló y mató a 115 indios en Massacre Cave. Y en el invierno de 1863-64, las tropas de Kit Carson, tras asesinar a 23 hombres, asolaron los campos y talaron los frutales, desterrando del vergel a los supervivientes. Hoy, unas decenas de familias navajo habitan y crían ovejas en el cañón. Navajos son también los guías que lo recorren cauce arriba en vehículos todoterreno, al principio circulando sobre las aguas. El carácter seminómada de este pueblo se evidencia en las viejas caravanas que le sirven de morada y en la precariedad de los hogares. Para contemplar los petroglifos grabados por los anasazi en las paredes rocosas se precisan prismáticos y a las antiguas viviendas rupestres no se permite acceder.
Las cinematográficas mesas rocosas de Monument Valley excitan el ánimo incluso divisadas desde la lejanía. Y al asomarse al mirador del centro de visitantes, nadie puede sustraerse al magnetismo de estas moles de piedra. Como si fueran estrellas de una constelación, cada monolito tiene nombre y brilla con luz propia, aislado pero conectado visualmente con los demás en el espacio sin límites.
Los automóviles solo pueden recorrer una pista circular de 27 km y detenerse en las once paradas reglamentarias. El único sendero por el que se permite caminar es el Wildcat Trail (6,5 km). El concurrido hotel junto al mirador, los campings y el aparcamiento de las caravanas pertenecen al pueblo navajo. Para acceder a lugares singulares –como el gran arco de roca Ear of the Wind– y pasear por ellos, hay que contratar una excursión en un camión plataforma (no se aceptan tarjetas de crédito). Hacerlo antes del alba permite presenciar la salida del sol con la reverencia que merece y disfrutar de una luz sublime derramándose sobre las delicadas arenas. También es posible recorrer Monument Valley a caballo con guías navajo.
El Parque Nacional Mesa Verde es la mayor reserva arqueológica de Estados Unidos. Pero lo que se protege aquí no es tanto la naturaleza como el excepcional entorno donde vivieron, entre otros, los indios anasazi, antecesores de los pueblo, los zuñi y los hopi. Mesa Verde es una amplia meseta rocosa acuchillada de cañones que culmina en Park Point, a 2.613 m de altitud. Las cornisas superiores son verticales; la cumbre, plana como una mesa, está tapizada de pinos y enebros. Bajo esa azotea se abren cavidades asomadas al abismo, donde las rocas forman porches ciclópeos que permiten guarecerse de la nieve en invierno o de las lluvias en verano.
Mesa Verde fue habitada estacionalmente desde hace al menos nueve milenios. Entre los siglos VI y XIII, los anasazi construyeron sus extraordinarios poblados a gran altura, que llegaron a acoger 20.000 personas. Ante la ausencia de cursos de agua, la cosecha dependía de las lluvias que pudiesen caer en verano. Los anasazi habían desarrollado variedades de maíz especialmente adaptadas a la sequía y enterraban las semillas a notable profundidad para que las raíces de esta planta pudieran acceder a un sustrato más húmedo. Por sus tallos trepaban las alubias. Las primeras viviendas se erigieron en la cumbre de la meseta, junto a los campos, pero a partir del siglo XII los anasazi comenzaron a edificar sus poblados en las grandes oquedades de la cornisa. Senderos escalonados les permitían descender desde la azotea a esos cobijos en el sobreático rocoso. El mayor asentamiento es Cliff Palace (Palacio del Acantilado), en una cavidad de 88 metros de largo por 27 de hondo y 18 de alto, emplazada a casi 2.100 metros de altitud. Unos 150 edificios se arraciman en ese gran balcón techado. A algunos solo se accedía mediante escalas, en ocasiones por paredes verticales. Los más pequeños se destinaban a almacenar alimentos. Los arqueólogos solo consideran viviendas los que contaban con una chimenea en su interior. Otros poblados notables son Spruce Tree House, Long House y Balcony House. Para visitarlos hay que inscribirse en las excursiones que guían los rangers, en algunas de las cuales se sube por escalas vertiginosas. Mesa Verde ofrece tanto para ver y caminar que merece la pena pasar un par de noches en el camping del parque. Los ciervos con que los anasazi complementaban su dieta deambulan hoy entre las tiendas y las autocaravanas.
Las habitaciones más intrigantes son las kivas, de las que Cliff Palace cuenta con 23. A estas estancias circulares subterráneas, destinadas a acoger ceremonias y reuniones, se descendía desde el suelo de la aldea por una escala a través de una abertura superior, que también servía de chimenea. En un agujero redondo lateral ardía la hoguera. Un pequeño muro deflector prevenía que el conducto de ventilación para la entrada de aire fresco, abierto en la pared más próxima al fuego, no incidiera directamente sobre él y avivase las llamas.
Hoy ya no se permite bajar a las kivas. Pero nunca olvidaré la forma en que un ranger ya veterano puso punto final a su charla junto a una de ellas. Sacó una flauta de la mochila y tocó una plácida melodía, ante el respetuoso silencio del grupo. Era como si Kokopelli, el dios anasazi de la fertilidad, la fiesta y la música, siguiera estando presente de algún modo en ese lugar.
Para los indios hopi, la kiva constituye un espacio sagrado. Entrar en ella significa cambiar de plano o de tiempo, y así debió ser también para los anasazi, especialmente en los crudos inviernos de Mesa Verde, con las montañas nevadas y la cosecha en los graneros. Justo en el centro de la kiva se halla el sipapu, un pequeño agujero cubierto con un trozo de madera que se destapa durante los rituales. Según la mitología hopi y la de los indios pueblo y zuñi, por ese agujero entraron los primeros seres en este mundo. En cuanto salieron del sipapu, mutaron su forma de lagarto por otra humana. A continuación, comenzaron a dividirse y separarse, dando lugar a las distintas tribus. El sipapu primigenio, del que el centro de la kiva es una réplica a pequeña escala, se halla bajo el Gran Cañón. El río Colorado, que excava infatigablemente la tierra, sacando a la luz sus estratos más profundos, conecta así con el mundo subterráneo. El sipapu de la kiva abre a su vez una puerta para comunicarse con los no nacidos o el mundo de los antepasados. La palabra sipapu también se usa coloquialmente para designar el sexo de la mujer.
Para ir de Mesa Verde a Bryce Canyon, separados 300 km en línea recta, hay que hacer el doble de kilómetros y dar un rodeo por el norte o por el sur. La ruta del norte ofrece el aliciente de atravesar el salvaje territorio donde el Colorado y su cabellera de afluentes arañan la vasta meseta que desagua el Gran Cañón. Viajar así vía Moab permite visitar además el Parque Nacional Arches, que concentra unos dos mil arcos de piedra, incluido el fabuloso Delicate Arch. Moab también es la puerta al Parque Nacional Canyonlands, donde convergen el Colorado y el Green River, su mayor afluente. Y aunque no hubiera tiempo para detenerse en estos parques, la carretera 95 recorre el imponente Fry Canyon, cruza el Colorado justo antes de que lo empiece a remansar la presa de Glen Canyon y remonta una espectacular garganta hacia Hanksville.
Pasado Hanksville, una rueda reventada en la autocaravana nos obligó a detenernos en Koosharem, una modesta localidad de apenas 300 habitantes, donde nos atendieron con amabilidad y sin prisas, negándose a aceptar la más mínima retribución. Parecía como si el espíritu de comunidad de los pioneros del oeste siguiera vivo en esa inmensa tierra.
Miles de frágiles pináculos, semejantes a agujas de catedrales, de colores rojo, naranja, rosa, amarillo, ocre o gris, cambian de tonalidad en función del cielo y forman el Bryce Canyon. Esta es una de las mayores concentraciones de chimeneas de hadas del planeta, algunas de las cuales se alzan a 60 metros. Los hoodoos («caras rojas» en lengua pauite) atrapan la mirada. Para los indios, son seres legendarios a quienes el maestro Coyote transformó en rocas. Ahora bien, estar petrificados no los hace menos vulnerables que un ser humano, pues un hoodoo puede venirse abajo tras un aguacero o cambiar de aspecto de un año para otro. Entre los toboganes de grava que rodean las chimeneas de hadas, más de un pino ponderosa presenta el tronco enroscado como un sacacorchos, fruto de su perpetua oscilación para mantener la verticalidad en un suelo inestable.
Bryce Canyon no es en realidad un cañón, sino el reborde de una meseta descarnada por el río Paria. Esta atalaya erizada de pinos ponderosa se emplaza a una altitud entre 2.400 y 2.800 metros y en ella las noches son frías incluso en verano. Varios anfiteatros se abren a los pies de la vasta cornisa, recorrida por una carretera de 30 km que enhebra 13 miradores. Se circula por ella en los autobuses gratuitos del parque y también en vehículo propio.
Las coloridas formaciones rocosas, donde la erosión ha modelado chimeneas de hadas, cortinajes, arcos y ventanas, son sedimentos depositados en un mar interior hace entre 63 y 40 millones de años. Posteriormente se elevó la zona, como el conjunto de la Meseta de Colorado. Los hoodoos están formados por rocas sedimentarias, con areniscas más firmes en la cúspide que protegen hasta cierto punto de la erosión a la chimenea terrosa. El color rosado lo otorgan los óxidos de hierro y manganeso.
Hay diversos campings en el bosque, muy solicitados en verano, y un magnífico lodge casi al borde la cornisa. Bryce Canyon tiene una madeja de 50 km de senderos bien delimitados y señalizados que se adentran en su laberinto geológico y sorprenden en cada recodo. Algunos se entrecruzan y permiten cambiar de ruta sobre la marcha. El parque cuenta asimismo con 16 km de pistas de esquí.
La altitud, la pureza del aire y la oscuridad del cielo hacen de Bryce Canyon un lugar excepcional para asomarse al universo. Cuando las condiciones son óptimas, se pueden observar más de siete mil estrellas a simple vista, cuatro veces más que en la mayoría de zonas del mundo, y las actividades astronómicas empiezan a ser tan comunes como el senderismo. Pernoctar en este gran anfiteatro orientado al este permite asistir además a la hoy multitudinaria ceremonia del amanecer. El sol recién nacido ilumina entonces el bosque de chimeneas de hadas con reflejos y tonalidades de suma delicadeza. Y entre ellas se alza en equilibrio inverosímil la conocida como Martillo de Thor.
El brazo norte del río Virgen ha esculpido un cañón de 24 km de largo y 800 metros de profundidad en la roja arenisca. La madeja de 240 km de senderos del Parque Nacional Zion recorre a distinta altura este paraíso de roca y agua que corona la Horse Ranch Mountain (2.662 m). Pero la mayoría de quienes acuden en verano lo hacen para bañarse y andar con sandalias de goma por el cauce durante horas. En ciertos tramos, la corriente del río y la temperatura del agua ponen a prueba la voluntad del caminante. A cambio, la belleza del escenario cautiva en cada curva. Como el río Virgen ahonda el cañón más rápido que sus afluentes, estos generan valles colgados cuyas cascadas tornan aún más atractivo el enclave.
Page es la ciudad nacida junto a la presa de Glen Canyon, que domesticó el Colorado a partir de 1964. Sinuoso como un dragón chino, el lago Powell, en el que hoy navegan grandes embarcaciones de recreo, anegó un tramo de casi 300 km donde el Colorado y sus afluentes habían creado un paisaje de sobrecogedora belleza, preludio a su paso por el Gran Cañón. Desde que John Wesley Powell descendió el río en 1869, apenas unos cientos de personas pudieron contemplar el escenario que hoy duerme bajo las aguas.
Cerca de Page, en la majestuosa curva de herradura de Horseshoes Bend, el Colorado, tras decantar su carga de sedimentos en la magna presa, transmuta brevemente su color café con leche por otro azul cielo. Muy cerca, la angostura de Antelope Canyon es un profundo pasillo cuyas fantasiosas paredes estriadas pueden verse colmadas de agua hasta arriba en una inundación. Se visita en excursiones organizadas por los indios navajo, propietarios del lugar. El paseo dura 10 minutos y no se permite llevar bolso ni trípode. Pero entre el flujo de uno y otro grupo, es posible permanecer unos instantes a solas en este corredor que el sol ilumina cenitalmente, como una cripta sobrenatural. La experiencia contraria en cuanto a gente, que no en belleza, la deparan las Vermilion Cliffs, en especial la ola alucinante que dibujan las rocas en la zona de North Coyote Buttes. Pues solo un máximo de veinte terrícolas son admitidos al día en ese templo mineral. El permiso debe tramitarse con antelación.
Cuando John Wesley Powell atravesó por primera vez el ignoto Gran Cañón con sus botes de madera, el equipo se desanimaba ante cada nuevo afluente, cuyas aguas, espesas por la carga de sedimentos, resultaban imbebibles. Los nombres que les pusieron reflejan la decepción: Dirty Devil (sucio diablo), Starvation (inanición), Muddy (fangoso), Stinking (apestoso)... Hasta que un día, en mitad del cañón, un afluente asombrosamente cristalino manaba desde el norte. Wesley Powell lo llamó Bright Angel (ángel resplandeciente), en alusión al ángel del extenso poema El Paraíso perdido de Milton. Bright Angel hoy da nombre también al centro de visitantes del Parque Nacional del Gran Cañón (que utiliza sus aguas, bombeadas desde las profundidades), así como al sendero que comunica las dos orillas del cañón a través de un puente colgante.
La existencia del Gran Cañón es algo que no se sospecha hasta que uno llega y se asoma a él. La primera visión deja sin palabras, luego se hace difícil abandonar el lugar. La interminable columna de estratos que la draga del Colorado empezó a sacar a la luz hace solo 6 millones de años se gestó en gran parte bajo el mar. La elevación y el abombamiento de la Meseta de Colorado favorecieron la titánica labor erosiva del río. De abajo a arriba, este libro de geología a cielo abierto expone eventos acaecidos entre hace 2.000 y 200 millones de años, casi la mitad de la historia del planeta. Faltan las páginas más recientes –a partir del Jurásico–, deshojadas por la acción de los elementos. Descender al lecho del río –se aconseja no subir el mismo día por el calor y el gran desnivel– o la exigente e inolvidable travesía en bote permiten apreciar la poderosa corriente y las rocas más arcaicas: las pizarras y esquistos de Brahma y Vishnu, sobre las que se depositó el llamado granito de Zoroastro.
El borde norte es el más elevado (2.500 m) y acoge los bosques más profundos. Quien accede por él a la cornisa tiene la sensación de salir de un espacio forestal cerrado y oscuro para asomarse a un teatro totalmente iluminado. Los palcos serían las fajas de terreno labradas por los cañones laterales. La nieve y las lluvias son aquí más copiosas. Por eso el Colorado fluye más cerca de la pared sur, que no ha retrocedido tanto.
La cornisa sur recibe al 90% de visitantes y es la mejor acondicionada. No se permite fumar en los senderos, tampoco hacer volar drones. Conviene dedicar al menos dos días a disfrutar de los distintos miradores, sobre todo al atardecer, cuando la luz teje sinfonías en los cortinajes de piedra. Al amanecer, el silencio del Gran Cañón absorbe los sonidos. Las rocas parecen entonces guardianes sobrenaturales que velan por el destino de las tribus, como afirman los indios hopi. Gracias a sus indicaciones, en 1540 el explorador Francisco Vázquez de Coronado fue el primer europeo en contemplar el Gran Cañón. Pero sus hombres no lograron descender hasta él.
Algo más abajo de Bright Angel, pero por el sur, desemboca el Havasu, el segundo mayor afluente del Colorado dentro del parque nacional. Este río de aguas turquesas forma unas cataratas de suma belleza, entre pozas de travertino. Y en el cañón de Havasu habitan los indios havasupai, el «pueblo de las aguas verdiazules». Cuando el misionero Francisco Garcés llegó a este paraje en 1776 halló una tribu de 320 individuos, tan hospitalarios que le agasajaron con una fiesta de cinco días. Garcés fue quien dio su nombre al Colorado. Los havasupai comerciaban con los hopi y cultivaban maíz, fríjoles, calabazas y girasoles. Pero la creación del parque nacional en 1919 dejó a la tribu sin apenas territorio y privada de caza, condenada a la extinción. Tras una ardua batalla legal, en 1975 se les reconocieron sus derechos a la tierra que habitaban desde hacía al menos siete siglos.
Gracias a la belleza de las cataratas, el turismo es hoy el principal medio de vida de los havasupai. Para verlas hay que caminar 13 km hasta llegar a Supai –el único pueblo de Estados Unidos adonde el correo llega en mula– y avanzar luego 4 km más por el cauce. Las plazas para acampar o alojarse en un lodge se reservan con meses de antelación en la web de la tribu. En el cañón de Havasu escasean las comodidades, pero bañarse en las pozas de travertino viendo fluir el agua turquesa entre las rojas paredes de arenisca tiene algo de retorno al paraíso.