Los tesoros de Hawái
Las islas Hawái son un destino único, tanto por lo remoto (las separan 4.000 km de California y de Tahití), como por sus extraordinarios paisajes volcánicos en mitad del Pacífico
Hay lugares de la Tierra que nunca volverán a ser lo que fueron. El embalse del lago Powell inundó una de las zonas salvajes más bellas de Norteamérica, un valle de casi 300 km donde el río Colorado y sus afluentes habían labrado paisajes de ensueño. Martin Litton fue uno de los conservacionistas que más lucharon contra la construcción de esa presa. En 1955, él y su esposa Esther se contaban entre las escasas doscientas personas que habían recorrido en bote el Gran Cañón, desde la heroica travesía de John Wesley Powell en 1869. En las siguientes décadas, cuando se hizo habitual bajar los rápidos del Colorado en barcas hinchables del ejército impulsadas por ruidosos motores, entre efluvios de gasolina, Litton se dedicó a organizar descensos en botes de madera y a remo. Atravesar silenciosamente el Gran Cañón en esas barcas requería tres semanas en vez de ocho o diez días, pero permitía apreciar el río de un modo casi reverencial. Litton daba a sus barcas nombres de enclaves maravillosos del planeta dañados irreversiblemente por el hombre. Uno de ellos era Music Temple, la majestuosa cavidad iluminada por una estrecha faja de luz de 300 metros de largo que sepultaron las aguas del lago Powell. Otra de sus barcas se llamaba Diamond Head. Ese volcán de Hawái ofrecía una vista sublime de la playa de Waikiki, a la que protege por el este, antes de que la invadieran los grandes hoteles.
Confundiendo los cristales de calcita de la arena con diamantes, a principios del siglo XIX marineros británicos llamaron Diamond Head a esa montaña. Pero para los hawaianos era Leahi («la ceja del atún»), pues, vista desde la bahía, la silueta del volcán evoca la gran aleta superior de ese pez.
En 1880 ya había pequeños hoteles entre las palmeras de Waikiki. Y en 1893 abrió el Sans Souci («sin preocupaciones» en francés), un resort con bungalós de techo vegetal donde el escritor Robert Louis Stevenson, a quien los polinesios llamaban Tusitala («el que cuenta historias»), se alojó ese otoño intentando rehacer su salud. Bajo la luz del atardecer, la belleza del volcán Diamond Head desde Waikiki era casi hipnótica. Stevenson, como Mark Twain en 1866, contemplaba a los isleños evolucionar desnudos con sus tablas de surf sobre las olas. Sin embargo, con las nuevas edificaciones la playa empezó a sufrir problemas de erosión, que se paliaron trayendo arena en buques desde California. Los primeros hoteles cuya altura empequeñecería a las palmeras brotaron en 1955. Waikiki ya no es hoy una medialuna de arena continua, sino un conjunto de ocho playas separadas por diversas construcciones.
La imagen estereotipada de Hawai –rascacielos junto al mar y turistas de camisa floreada– deriva de ese entorno. Pero Honolulu y la vecina base militar de Pearl Harbor son solo una modesta parte de Hawái, aunque en esa ciudad y su condado vivan casi un millón de personas (dos de cada tres habitantes del archipiélago). La propia isla de Oahu conserva paisajes genuinamente polinésicos, con asentamientos humanos capaces de enmarcar la belleza de la naturaleza sin apenas alterarla.
Estados Unidos se anexionó Hawái en 1898 y en 1959 el archipiélago pasó a ser el estado número 50 de la Unión. Cuando el ejército nipón atacó Pearl Harbor en 1941, el 40% de sus habitantes eran japoneses. Sin embargo, estos apenas fueron recluidos, como sucedió en el oeste de Estados Unidos, pues eso habría paralizado la economía. Hoy los residentes de origen asiático siguen siendo mayoría, mientras que los nativos polinesios rondan los cien mil. Más significativo resulta que la mitad de los matrimonios sean interraciales. Eso convierte a la sociedad hawaiana en un crisol de pueblos, donde ninguna etnia prevalece sobre las otras y en la que un malihini (recién llegado) puede devenir gradualmente un keiki aina (hijo de la tierra).
Esa atmósfera políglota y tropical me envolvió nada más pisar Honolulú, un anochecer de verano de 1997. Atrás quedaba un inacabable trayecto en avión desde España, con escalas en Frankfurt y Los Ángeles, para saltar once husos horarios. Viajaba con Cristina, embarazada de 5 meses, y mi hija Alicia, de 4 años y medio. Tras treinta horas sentados en aviones y aeropuertos, dormir en una cama era la prioridad, pero salimos a cenar a fin de irnos adaptando al nuevo destino. Entramos en un restaurante japonés de ramen, ese voluminoso bol de caldo de fideos con tropezones al gusto. Nunca olvidaré aquella cena rápida en una barra, junto a mi nueva familia en gestación, en el otro confín del mundo. Las palmeras se alzaban tras la cristalera, empequeñecidas por los rascacielos, cuyas luces destacaban en el oscuro horizonte. Al día siguiente partiríamos rumbo a islas menos pobladas.
Las islas Hawái constituyen el vértice norte del gran triángulo de la Polinesia, cuyos otros extremos son Nueva Zelanda y la isla de Pascua, ambos en el hemisferio sur. Integran el archipiélago un centenar de islas alineadas en un arco de 2.400 km; ocho son de gran tamaño y siete están habitadas. Las islas son los picos de una cordillera volcánica que brota del lecho oceánico, a 5.500 m de profundidad. Las erupciones empezaron en el noroeste: Niiahu y Kauai son las islas geológicamente más antiguas; la erosión desmanteló sus volcanes apagados, buena parte de los cuales se hundieron en el mar. La creación ígnea prosiguió rumbo sureste para alumbrar las siguientes islas. En el otro extremo del arco, Big Island es la más joven (la especie humana apareció antes) y tan extensa como todas las demás juntas. La vertebran dos volcanes colosales: el Mauna Loa (4.169 m) y el Mauna Kea (4.207 m). Estas moles de lava no tienen parangón en el planeta, pues se elevan 10 km desde su base en el fondo del mar. Y Big Island cuenta con otro volcán más pequeño que, desde 1983, no ha dejado de emitir lava un solo día, agrandando la isla por el flanco sudeste. Es el febril Kilauea.

Los hawaianos atribuyen las diferencias de edad entre las islas al éxodo de Pele, la diosa del fuego, la danza y los volcanes, y creadora de las islas Hawái en continua pugna con el mar. Originalmente Pele vivía en Niihau, pero Namaka, su hermana mayor y diosa de las olas, la asedió con ellas por seducir a su marido, el héroe Aukele. Pele escapó entonces a Kauai. En cuanto Namaka divisó en el horizonte la nueva humareda que engendraba Pele, la acosó furiosa anegando la isla con el océano. Pele huyó entonces hacia Oahu y, al ser descubierta de nuevo por las erupciones, a Molokai. La historia volvió a repetirse. Eso la llevó a Maui y, por último, a Big Island. Su morada actual es el ardiente cráter Halemaumau, en la cumbre del Kilauea, donde las poderosas olas de Namaka no consiguen por ahora alcanzarla.
La geología refrenda los sucesivos episodios de esta saga insular, transmitida oralmente en la cultura polinesia, así como el eterno pulso entre la energía creativa de los volcanes y el poder erosivo de las aguas. Pero los geólogos no aluden a la sensualidad de Pele ni a los celos de Namaka. Según ellos, la placa tectónica sobre la que se asienta Hawái lleva millones de años deslizándose hacia el noroeste, mientras un punto caliente, que permanece fijo bajo la corteza oceánica, genera fisuras por las que asciende el magma. No es pues el fuego de Pele lo que avanza rumbo sureste en Hawái, sino el conjunto de las islas en dirección contraria. A la gran potencia de ese punto caliente se atribuyen las altas temperaturas y la inusitada fluidez de las lavas que manan del Kiluaea.
La joven Big Island tiene el tamaño de Navarra y solo 200.000 habitantes. Lo primero que hicimos tras aterrizar fue dirigirnos a la morada de Pele para presentarle nuestros respetos. Desde el mirador del Museo Jaggar se contempla el cráter Halemaumau, con su lago incandescente refulgiendo en la noche. Más inolvidable resulta aún la excursión por la costa que conduce al punto donde la lava del Puu Oo, una boca del Kilauea, fluye hasta apagarse en el mar, entre densas humaredas. Para acceder a él hay que caminar sobre un joven campo de lava, ondulado como la superficie del océano en una tormenta. Por fortuna, se trata de lavas de superficie lisa o pahoehoe («suave»), palabra que el idioma hawaiano ha dado al mundo, y no de las ásperas y cortantes lavas de tipo aa.
Con la última luz del día, el avance de las lavas cordadas del Puu Oo puede observarse a muy corta distancia, mientras resistamos el calor que emana de ellas. Las lavas fluyen como gruesas sogas de materia fundida, enroscándose sobre sí mismas. En sus giros, pasan del color gris ceniza al amarillo, el anaranjado, el rojo o el violeta… o a la inversa, en función de la temperatura de la zona en contacto con el aire, petrificándose literalmente ante nuestros pies. El camino de vuelta se desanda a la luz de linternas.
En la costa oeste, la región de Kona, resguardada de los vientos alisios por la mole del Mauna Kea, es otra de las perlas de Big Island. A su buen clima y un mar de fábula para el esnórquel, añade un frondoso paisaje de media montaña sabiamente cultivado, donde crecen excelentes nueces de macadamia y el café Pure Kona, de fama internacional. También se cosecha aquí la Kona Gold, una reputada variedad de marihuana o pakalolo («tabaco loco» en hawaiano). Se trata de un cultivo arraigado, dado que Kona, con sus centros de yoga y meditación entre bosques y sus magníficas vistas al océano, es un enclave de retiro con aura hippie, que acoge a bons vivants de Estados Unidos y la vieja Europa. A eso hay que añadir que, desde 1981, en Kona se celebra el campeonato mundial de ironman.
Los colores de las playas de Big Island causan asombro: el negro de Punaluu, donde la honu o tortuga verde suele descansar a plena luz del día; el rubio claro de Makalawena, Ooma y Mahaiula, en Kona. Y por encima de todos: el verde de Papakolea, debido a los cristales de olivino, un mineral de origen volcánico.
Aunque el paraje costero más bucólico es sin duda Waipio Valley, donde pasó su niñez Kamehameha I, el rey que unificó las islas en 1810. Guarnecido por acantilados que dan al mar, este fértil valle, pródigo en bosques, cultivos de taro, cascadas y cursos de agua, muestra que incluso los tesoros históricos de Hawái hay que buscarlos entre la naturaleza.
El gran volcán Mauna Kea, techo del archipiélago, es un enclave sagrado para los nativos, pues consideran su cima un piko («ombligo») que conecta la tierra y el cielo. De ahí su oposición a que se instalase en ella un nuevo telescopio óptico, el mayor del mundo, con un espejo de 39 metros de diámetro. Finalmente se está construyendo en Chile.
Maui, la segunda isla en tamaño, está bien preparada para acoger el turismo sin que eso desvirtúe sus extraordinarios paisajes. Los estadounidenses que van de vacaciones o de luna de miel a Maui juegan al golf y gozan del mar, especialmente en invierno, cuando miles de koholas (ballenas yubartas) acuden para dar a luz a sus crías en el canal que separa Maui, Molokai y Lanai. El espectáculo se admira desde embarcaciones a la distancia preceptiva. Y también desde tierra firme, en McGregor Point o las playas de Kaanapali, Kihei y Wailea.
El ambiente era muy distinto en el siglo XIX, cuando en el puerto de Lahaina (capital del reino de Hawái de 1820 a 1845) anclaban cientos de buques balleneros cada año para matar ballenas, aprovisionarse y solazar a sus tripulaciones. La ciudad era entonces «uno de los respiraderos del infierno», en palabras de un misionero. En el siglo XX, las propiedades multiplicaron su valor y los antiguos burdeles pasaron a acoger restaurantes y galerías de arte. Pero en agosto de 2023, un terrible incendio en el que murieron un centenar de personas destruyó la ciudad histórica por completo.
La gran excursión de esnórquel en Maui es el cráter de Molokini, un atolón con forma de medialuna a 4 km de la costa, cuyo arrecife de coral puede resultar casi psicodélico. Entre la interminable cabalgata de especies, quizá reconozcamos al vistoso humuhumunukunukuapuaa o pez ballesta de arrecife (Rhinecanthus rectangulus), el pez oficial del estado de Hawái. Una segunda columna vertebral, que forma una T con la principal, le sirve como protección para no ser extraído de una grieta por sus depredadores.
En Maui, los amigos de la naturaleza tienen una cita con la histórica carretera de Kahului a Hana (84 km, 620 curvas, 46 puentes de los 59 son de un solo carril), salpicada de cataratas y pozas que retan a saltos cada vez más temerarios, entre una vegetación lujuriante. Ya cerca de Hana, la costa de Waianapanapa, con sus calas de arena negra, es una irresistible tentación. Waianapanapa («aguas que centellean») alude a las calas de aguas cristalinas. Y también a dos cuevas que hay junto al mar, cuya bóveda se hundió parcialmente. En el fondo, refulge una laguna que se comunica con el océano sin que el agua dulce y la salada lleguen a mezclarse del todo, lo que incrementa su capacidad para reflejar el azul celeste. La costa está protegida por un parque estatal y la recorre un espectacular sendero. Es factible alimentarse con los cocos que abundan en la orilla abriéndolos con técnicas de la Edad de Piedra.
Al norte de Hana, el Jardín Kahanu reúne entre sus especies plantas vitales para las culturas del Pacífico, con más de cien variedades de árboles del pan. El parque etnobotánico protege a su vez el Pi’ilanihale Heiau, el mayor lugar de culto que se conserva en la Polinesia, un recinto de 100 x 125 m cuyos altos muros de piedra presentan terrazas escalonadas que miran al océano.
Por encima de esa frondosa vegetación y de las nubes que forman los vientos alisios, se halla el gran hito de la isla. Es el volcán Haleakala, «la casa del sol», así llamada desde que el semidiós Maui atrapó con un lazo al sol desde la cima e hizo su curso más lento para alargar el día. Desde la cumbre, a 3.055 m, se admira el paisaje casi lunar de la inmensa caldera (34 km de perímetro), en la que se adentra el sendero Keoneheehee, conectado con la red de caminos del parque nacional. Pero lo más común es simplemente asomarse al borde de la caldera, tras subir más de 2.500 m de desnivel por carretera en plena noche, a fin de contemplar la salida del sol. Mark Twain afirmó que ese era el espectáculo más sublime que había presenciado en su vida. La excursión se ha popularizado tanto que hoy es preciso tener reserva previa de aparcamiento para acceder antes del alba a la abarrotada cima .
Kauai fue la isla que recibió a los heroicos navegantes polinesios entre los siglos IV y VI. Sus volcanes extintos y sus fértiles valles surcados por ríos navegables no podían depararles una mejor bienvenida. Los paisajes de Kauai, «la isla jardín», son una delicia. El panorama que ofrece el mirador del valle de Kalalau, con sus acantilados tapizados de terciopelo esmeralda y el mar al fondo, resume por sí mismo la belleza del archipiélago y bastaría tal vez para emprender un viaje a Hawái –ese fue nuestro caso–. Al mirador de Kalalau se accede remontando por su flanco occidental el imponente cañón Waimea («agua rojiza»), con 23 km de longitud y uno de profundidad, apodado el Gran Cañón del Pacífico. No muy lejos de allí, el monte Waialeale (1.570 m) actúa como un sumidero para la lluvia, pues recibe más de 10.000 litros al año por metro cuadrado. Ese diluvio alimenta selvas con todos los verdes del mundo. Abriéndose paso por ellas, los hilos de plata de las cascadas descienden camino del mar. La parte de Kauai a sotavento de los vientos alisios posee sin embargo un relieve y un clima suaves, óptimos para la agricultura. Los cultivos de taro en el bucólico valle de Hanalei, los más extensos y antiguos del archipiélago, son un deleite para los ojos. Con la raíz tuberosa de esa planta, cocida y amasada, se elabora el poi, el puré semifluido base de la cocina autóctona.
Kauai posee zonas inaccesibles; otras permanecen cerradas al público para preservar la pureza de sus ecosistemas. Entre la ciudad de Hanalei y el valle de Kalalau, la costa de Na Pali («los Acantilados») es un paraje de ensueño. La atraviesa un espectacular sendero de 18 km (36 ida y vuelta), que discurre a media altura por la vertiginosa cornisa y desciende ocasionalmente a algunas playas en las que desembocan arroyos. La opción más sencilla es admirar el conjunto desde al mar, en embarcaciones que parten de Hanalei.
Recorriendo del sendero –hace falta un permiso especial–, se hace difícil concebir una atalaya más majestuosa, abierta a la inmensidad azul. En esos cortinajes de lava, teñidos de verdor, el caminante se siente apenas una mota de vida en el umbral de dos mundos: un mar profundo y sin límites y una tierra rebosante de poder, capaz de emerger gracias al fuego volcánico desde el abismo submarino. La gesta del pueblo polinesio, que llegó a Kauai tras navegar 4.000 km sin escalas desde Tahití o las islas Marquesas, se revela entonces en toda su magnitud.
¿Cómo lo lograron? Tenían que conocer la bóveda celeste como la palma de sus manos, así como la posición de las principales estrellas en cada época del año. Los navegantes polinesios decían que cada isla tenía su aveia, su estrella guía. La aveia del archipiélago de Hawái era Arturo, cuya posición les servía de faro celeste en sus viajes rumbo norte desde Tahití. También tenían que estar familiarizados con el flujo de los vientos y las corrientes marinas, la migración de las aves, la formación de determinadas nubes que podía verse favorecida por atolones o volcanes lejanos... Pero a la hora de la verdad, tocaba dejar atrás la tierra conocida, haciendo del mar su hogar. Las ensaladas de pescado crudo (poke es una palabra hawaiana) debían ser su principal sustento en esas largas expediciones oceánicas.
Ahuecando troncos con herramientas de piedra, las mujeres y los hombres de la Polinesia crearon embarcaciones tan sencillas como eficaces. Monocasco, de doble casco o con balancín, y de tamaños diversos, todas tenían en común ser ligeras y muy marineras, capaces de encarar las olas con gran estabilidad y de progresar con vientos contrarios gracias a sus velas de mariposa (con forma de V y una pértiga a cada lado). Una vez que esa cultura se extendió desde Asia a lo largo y ancho del Océano Pacífico, los hawaianos perfeccionaron la técnica de cabalgar de pie las olas sobre una tabla, sumando así otra conquista (el surf) a sus hazañas náuticas.
La cultura polinesia dependía tanto de los árboles como la nuestra del petróleo. Los frutos del kukui (Aleurites moluccanus), muy grasos, se secaban al sol y ardían en la noche como pequeñas velas. La firme madera del koa (Acacia koa) les permitía construir las mayores canoas para sus viajes a través del Pacífico, siempre tras pedirle permiso al árbol de manera ritual. La savia del árbol del pan (Artocarpus altilis), mezclada con fibra de coco, servía para impermeabilizar las embarcaciones.
Makahiki, el gran festival en honor a Lono, el dios de la paz, la música y la agricultura, duraba tres meses lunares y tenía lugar en invierno, coincidiendo con la época de lluvias y la aparición de las Pléyades. En ese periodo de celebración y limpieza espiritual, la guerra era tabú (otra palabra polinesia) y se recitaba el Kumulipo, el cántico hawaiano de la creación. El resto de meses del año imperaba Ku, el dios de la guerra, impulsor de las disputas entre los diferentes clanes, tribus y grupos de islas. La llegada del capitán James Cook a la bahía de Kealakekua (Big Island) en enero de 1779 coincidió con ese festejo. Creyendo que Cook, con sus naves repletas de bienes, era la manifestación de Lono, miles de isleños lo recibieron con sus piraguas y lo agasajaron como al dios en persona. Pero el malentendido se deshizo trágicamente semanas después, cuando Cook regresó para reparar un mástil de proa y sus marineros cogieron madera de un cementerio. El tiempo de fraternidad había concluido y los indígenas replicaron apropiándose de una barca. Para recuperarla, Cook decidió nada menos que tomar al rey Kalaniopu'u como rehén. Eso provocó la reyerta que le costó la vida.
La religión hawaiana es politeísta y animista. Kane es el dios del sol, Kanaloa, hermano menor de Kane, es el dios del océano, el viento y el inframundo. Entre las deidades femeninas, destaca la trinidad formada por Haumea, diosa de la fertilidad y la vegetación; Pele, nacida de su axila y diosa del fuego y los volcanes; y Hina, diosa creadora de carácter lunar, reina del mundo subterráneo.
Cuando los antiguos hawaianos vieron llegar a los primeros navegantes occidentales, no podían creer que aquellas personas pálidas y de físico discreto tuvieran verdadero mana (esencia vital), por eso los llamaron haoles («sin aliento», «sin vida»), término que sigue designando hoy a los extranjeros. Aloha, el saludo que Hawái ha exportado al mundo, contiene también la palabra ha y vendría a significar «la vida ante mí». Se afirma que esta palabra, dicha con motivación, cura el espíritu y el cuerpo y contagia felicidad. En 1986, el estado de Hawái introdujo la ley Aloha Spirit, que exige a los funcionarios y los jueces tratar al público con aloha.
Durante muchos siglos, la cultura hawaiana se desarrolló en completo aislamiento y los principales valles de cada isla, que abarcaban desde el mar hasta las cumbres, solían tener su propia tribu y soberano. Las sociedades polinesias se regían por códigos muy estrictos. La palabra tabú, tanto en su versión tahitiana (tapu o tabu) como en la hawaiana (kapu), implicaba reglas morales y prohibiciones cuya transgresión podía implicar la muerte. Así, era kapu entrar en el espacio personal de un jefe, sostenerle la mirada o permanecer ante él con la cabeza más alta. Las cosas o enclaves kapu debían ser dejados en paz, sin cuestionarlos. En 1819, el rey Kamehameha II abolió las leyes del tabú compartiendo un banquete con las mujeres de su corte, pues hasta entonces, los hombres y las mujeres no podían comer juntos. Hoy todavía se considera tabú el lugar donde vara una ballena. Existen tanto razones higiénicas, debido a la descomposición de su carne, como espirituales para eso, pues las ballenas descienden de Tangaloa, el dios del océano.
En el hula, la danza característica de Hawái, los movimientos de las manos representan aspectos de la naturaleza, como el vuelo de los pájaros, el vaivén de las hojas o la brisa de una ola en el océano, y también emociones, como la tristeza o el anhelo. El hula con que antaño se honraba a los jefes hoy sirve para agasajar a los turistas. Pero el hula tradicional tiene un significado religioso y el más mínimo error al ejecutarlo podría suponer un mal presagio. Por ese motivo los bailarines eran recluidos de forma ritual, guardando celibato y bajo la protección de la diosa Laka. Ante la falta de escritura –la crearon los misioneros en el siglo XIX–, los cánticos del hula transmitían relatos míticos o de la creación y proezas de héroes del pasado. El lei, el collar o corona hawaiana de hojas y flores que se obsequia como símbolo de bienvenida, despedida, amor, amistad o felicitación, y la tela que se llevan en el hula sagrado no pueden utilizarse concluida la ceremonia y se ofrendan en el altar dedicado a Laka que hay en cada escuela de hula.
Otra palabra hawaiana que ha cruzado los océanos es ohana. Aunque se emplea para designar a la familia, suele ir más allá de los parientes e incluye también al círculo de los grandes amigos. Ohana equivaldría así a un núcleo de personas que se brinda amor y apoyo en las más diversas circunstancias y con las que se convive estrechamente. Esa familia extendida, que comparte las celebraciones y en la que se vela por el bienestar de todos, vendría a ser como una embarcación polinesia que hace factible la gran travesía de la vida.

Ese universo se vino abajo a partir de 1779, con la llegada de Cook, y sobre todo con la irrupción de los buques balleneros y las enfermedades que portaron los blancos (gripe, sífilis, viruela…), a las que se agregaron animales hasta entonces desconocidos en el archipiélago, como las pulgas y los mosquitos, que diezmaron a la población.
Hacia 1793 o 1794, el botánico Francisco de Paula Marín (Jerez de la Frontera, 1774–Honolulu, 1837) desertó de la expedición de Malaspina y recaló en Hawái, donde pasó el resto de su vida. Fue el introductor de la viña en las islas, entre otros cultivos, y obtuvo la primera cosecha de piña tropical. Llegó a ser intérprete y asesor de Kamehameha I para la adquisición y el uso de armas de fuego, gracias a las cuales un único soberano reinó por primera vez en todas las islas del archipiélago. Como pago, Marín recibió tierras cerca de lo que hoy es Pearl Harbor. El Vineyard Boulevard, una céntrica avenida de Honolulu, se llama así por las viñas que introdujo Marín. En esa ciudad está también Marin Street, cerca de la casa donde vivió con sus diversas esposas. Como ejerció asimismo de recaudador de impuestos, sin perder ocasión de enriquecerse abasteciendo de productos a los grandes barcos, la palabra marini se usó coloquialmente desde entonces para referirse a alguien tacaño.

En 1835 se inició en Hawái el cultivo sistemático de caña de azúcar. En 1848, Kamehameha III promulgó el Gran Mahele («dividir», «repartir»), que introducía la propiedad privada de la tierra, de la que se benefició una minoría de la población y en especial los extranjeros. Las plantaciones requerían trabajadores capaces de resistir largas jornadas en un clima caluroso, y estos vinieron de China, Japón y Portugal. A partir de 1898, cuando Estados Unidos se anexionó las islas, restringió la entrada de chinos y japoneses y abrió la puerta a emigrantes de Puerto Rico, Corea y Filipinas. La tala de bosques para destinar la tierra a cultivos de piña a gran escala devino una práctica habitual.
Entre todos los pueblos que llegaron a Hawái, el portugués fue uno de los más queridos. Los campesinos llevaron a las islas su maestría agrícola y un instrumento musical, el cavaquinho, que se transformó en el ukelele. Desde entonces, su sonido teje melodías que nos transportan a una tierra donde la calma atenta es el requisito para vivir y aprender de cada situación.