Un amor volcánico
Un viaje que empieza con las erupciones del Stromboli y continúa con la historia de los Krafft, la pareja de científicos alsacianos enamorados de los volcanes hasta el final.
En julio de 2019, un potente estallido del volcán Stromboli le costó la vida a un senderista siciliano. Semanas después, otra violenta erupción hizo que las autoridades decidieran mantener cerrado el camino que sube a la cresta del cráter, a 900 metros de altitud.
Seguía de cerca esas noticias pues, en la Semana Santa de 2020, planeábamos viajar con nuestra amiga Lidia a las islas Eolias, sin imaginar que la pandemia cerraría en marzo las fronteras. Aunque a Lidia le dan pavor los fuegos artificiales, siempre ha deseado contemplar una erupción volcánica. Y en eso el Stromboli no tiene rival en Europa, pues lleva muchos siglos dando las campanadas tal como él las entiende. Asistí por primera vez a ese espectáculo una noche de 1988, cuando se permitía subir libremente hasta la cima. Me estremecí de asombro y admiración varias veces cada hora y constaté que, en materia de pirotecnia, la naturaleza también eclipsa al hombre.
Sí, todavía quedan en el Mediterráneo volcanes donde bulle la incontenible energía juvenil. El poderoso Etna y algunos de sus parientes de las islas Eolias están lejos de experimentar la senectud que hoy se percibe en Santorini, la comarca de la Garrotxa (Girona) o el Cabo de Gata, salvo que nos contentemos con unas aguas termales.
De estos volcanes activos, el más regular y obstinado es el Stromboli. Cada 10 o 15 minutos —media hora a lo más tardar—, un estampido reverbera en el tridente de bocas que acoge su cráter. Apenas un segundo después, un surtidor de fuego catapulta al cielo materiales incandescentes. A la explosión le sigue un breve silencio y un sordo repiqueteo, como si una extraña ola batiese las crestas. Son las ascuas y las partículas que caen a tierra, cual cortinas de pétrea lluvia. Las rocas más voluminosas ruedan monte abajo al rojo vivo, dando tumbos por el vasto terraplén de la Sciara del Fuoco. Algunas pueden llegar prendidas al mar. Entretanto, los labios del cráter se orlan con un mosaico de brasas, un caleidoscopio de teselas rojas y anaranjadas que palpita y se apaga gradualmente. Luego vuelve a reinar la oscuridad. En Stromboli (localidad que agrupa cuatro pequeños municipios) y la aldea de Ginostra, los lugareños hacen vida normal; probablemente duermen, habituados a los ronroneos de Iddu (Él), como llaman en la isla al volcán.

El infatigable Stromboli ha dado nombre a uno de los tipos principales de erupciones volcánicas. En un extremo de ese abanico se hallan los volcanes peleanos (como el Monte Pelée, en la isla de Martinica), unos estreñidos de lavas viscosísimas y temibles explosiones, acompañadas de una nube de gases ardientes. En el otro, los volcanes de Hawái, que derraman su fluida lava sin estridencias, como el agua que desborda un vaso.
Y entre ambos se sitúan la erupción vulcaniana y la estromboliana. La primera está encarnada por Vulcano, en la isla eolia del mismo nombre. Estos volcanes acumulan presión en su interior a medida que se solidifica su espeso magma. Si esta resulta excesiva, el tapón de roca puede saltar por los aires y el volcán emitir un chorro de piroclastos y cenizas a kilómetros de altura. Pero en los fogones de Stromboli la sopa se cuece de otra manera. El volcán aguanta la respiración, retiene la burbuja de gases calientes que va engendrando y, periódicamente, los regurgita con una tos espasmódica que hace saltar algún tropezón del guiso.
Poco a poco el Stromboli se ha hecho a sí mismo. Desde el lecho del Mediterráneo creció dos mil metros hasta aflorar del agua. Siguió ganando tamaño, reventó algunas veces, y ahora alcanza una altura de 924 metros, la mitad que su cono submarino. Ha formado una isla rectangular de apenas 3 o 4 kilómetros de lado en la que hoy viven casi 500 personas.
Mucha gente se hace la misma pregunta: ¿cómo es posible compartir un espacio tan reducido con un volcán que nunca duerme? Pues conociéndolo y adaptándose a él. En los últimos dos milenios, las escorias y cenizas ardientes de Iddu han seguido el mismo camino: el tobogán de la Sciara dei Foco. Los dos núcleos de población se asientan en los dos extremos más protegidos que ofrece la isla, si bien en 1930 los bloques de lava mataron a seis personas.
Viajar a Stromboli, por tanto, es emocionante pero poco peligroso. Como los materiales expulsados descienden por la Sciara, hoy se pueden contemplar las erupciones desde un lado de esa rampa, a media altura, o bien a bordo de embarcaciones, no lejos de donde las escorias y las bombas volcánicas alcanzan el mar. De día no podemos ver las estrellas aunque sigan tapizando el cielo. Otro tanto sucede con los fulgores de Iddu, que bajo el sol muestra únicamente penachos de humo. Por eso las excursiones a pie con guía o en barco se emprenden poco antes del anochecer.

En Stromboli siempre se hizo de la austeridad virtud. La luz eléctrica no llegó a la aldea de Ginostra hasta 2004; San Vincenzo, que concentra el turismo, carece de alumbrado nocturno por decisión de sus habitantes y por sus estrechas calles solo circulan triciclos. La isla ganó fama gracias a la película Stromboli, Terra di Dio (1950) de Roberto Rossellini, obra clásica del neorrealismo italiano. Y también por el polémico romance —ambos estaban casados— entre el director y la actriz Ingrid Bergman que destapó el rodaje.
En 1953, solo tres años después del estreno, Maurice Krafft, un niño alsaciano de 7 años, acude a Stromboli de vacaciones con sus padres y queda fascinado por el volcán. A los 12, alucina con Les Rendez-vous du diable («Citas con el diablo»), una película del famoso vulcanólogo Haroun Tazieff, que ve repetidas veces; no tardará mucho en apuntarse a la Sociedad Geológica de Francia. En el verano de 1966, con 20 años, conoce a su ídolo Tazieff en Sicilia y acuerda trabajar para él. Ese otoño, planificando una expedición a Islandia, un amigo común le habla de una joven geoquímica apasionada de los volcanes y la fotografía: Catherine Josephine Conrad. Se conocen en un café de Estrasburgo. Ella es cuatro años mayor y, de niña, había convencido a sus padres para viajar a Italia a ver el Etna. A partir de ese momento se volverán inseparables. En 1968 crean una sociedad de vulcanólogos especializada en acudir a cualquier lugar del mundo donde acontezca una erupción. Su primer documental es sobre Stromboli. Tiene éxito y en adelante la popularidad de «los Krafft» (Maurice y Katia) no dejará de crecer.
Se casan en 1970. Su luna de miel es un viaje a la isla griega de Santorini, otro mítico escenario volcánico, tras el estallido de su caldera hace 3.500 años. Deciden no tener hijos para que estos no condicionen su peligrosa profesión o no queden huérfanos debido a ella. Entre 1970 y 1990, sus filmaciones de erupciones dan la vuelta al mundo. Las hipnóticas imágenes están grabadas con una audacia nunca vista, a veces al borde de lagos ardientes o asomados a abismos de fuego. Presenciaron en directo unas 175 erupciones, unas ocho por año. Además de sus grabaciones, nos dejaron una veintena de excelentes obras divulgativas.
Para los Krafft, lo desconocido no era algo que temer sino un lugar al que encaminarse. Más de una vez eligieron presenciar de cerca una erupción cuando otros vulcanólogos se habían alejado prudentemente, pues en ellos la curiosidad prevalecía sobre el miedo. Y preferían permanecer juntos en ese trance, aunque uno resultase malherido y el otro no tuviese a quien pedir socorro. Así lograron grabar, en enero de 1977, la tremenda erupción del lago de lava del volcán Nyiragongo, en el antiguo Zaire.
Los Krafft afirmaban que cada volcán tiene su propia personalidad. No les gustaba clasificarlos, pero si tenían que hacerlo solían distinguir entre volcanes rojos y volcanes grises. Los volcanes rojos son bellos y predecibles. En ellos, el magma asciende entre placas tectónicas que tienden a separarse o debido a un punto caliente en la corteza terrestre. Sus lavas basálticas se abren camino y fluyen como el agua, rellenando los huecos por cauces lógicos. Por eso es posible acercarse bastante a ellos, con un riesgo calculado. Los volcanes grises, por el contrario, son explosivos y los más mortíferos con diferencia. Coinciden con zonas donde las placas tectónicas convergen, lo que genera enormes presiones, capaces de hacer estallar en pedazos una montaña. Así sucedió con los cataclismos del Krakatoa en Indonesia (1893) o del Monte Santa Helena en Estados Unidos (1980).

Tras la trágica erupción del volcán colombiano Nevado del Ruiz en 1985, en la que unas 25.000 personas perdieron la vida sepultadas por el lodo, los Krafft deciden especializarse en los volcanes grises, mucho menos estudiados hasta entonces. Y así es como, a finales de mayo de 1991, vuelan a la isla japonesa de Kyushu, donde el Monte Unzen se está despertando de un letargo de dos siglos. La llegada de los Krafft al puesto de observación dentro de la zona restringida, a 4 km del cráter, es una noticia para las decenas de periodistas de todo el mundo allí presentes. Las prohibiciones para realizar su trabajo que algunos han tenido en la reciente Guerra del Golfo, tras la invasión de Kuwait por Irak, contrastan con las facilidades que conceden las autoridades japonesas. Sin embargo, durante varios días, la espesa capa de nubes no permite filmar buenos planos. El 2 de junio, en una entrevista para National Geographic, Maurice Krafft declara:
—Nunca tengo miedo. He visto tantas erupciones en veintitrés años que, aunque mañana muriera, no me importaría. En esta profesión no es habitual llegar a viejo.
Al amanecer del día siguiente llegan noticias de que en Filipinas, archipiélago vecino, el Pinatubo está fraguando una inminente erupción. Katia le propone a Maurice dejar el Monte Unzen y volar hacia el Pinatubo, pero él prefiere aguardar un poco más, pues el cielo por fin se está despejando. Esa misma tarde, súbitamente, la cúpula del Monte Unzen se viene abajo y una colosal nube ardiente envuelve en cuestión de segundos el valle en que se encuentran los observadores. Fallecen 43 de ellos, incluidos los Krafft y su amigo el vulcanólogo estadounidense Harry Glicken. El hallazgo posterior de los cuerpos indica que los Krafft permanecieron junto a sus equipos de filmación hasta el postrer instante. Sus cámaras tampoco resistieron la acometida del fuego.
Hay un video para la historia de ese momento. Incluye la toma frontal de un cámara más alejado, que dejó el aparato en marcha y salió huyendo. En él, la erupción del Monte Unzen parece manifestar el espíritu y la energía de cientos de dragones mitológicos, arremolinándose y devorándolo todo a su paso, como en una pintura japonesa. Sus fauces y lenguas ardientes se prefiguran y toman cuerpo entre la vorágine de humo y llamas. Pero antes de que lleguemos a retener sus máscaras o facciones, estas se funden, renacen y se vuelven a desvanecer en el torbellino de gases y materiales ígneos.
Aquella mañana los Krafft eligieron quedarse. Si hubiesen partido hacia el Pinatubo, habrían podido asistir a la erupción más potente de sus vidas, que aconteció doce días después y tuvo impacto a escala planetaria. Pero así son las cosas. El día anterior Maurice se declaraba satisfecho, incluso colmado, con lo vivido hasta sus 45 años (Katia tenía 49). El fuego de los volcanes fue la pasión que impulsó a los Krafft y también, el vehículo de su muerte, en una experiencia final que se llevaron consigo y ya no pudieron compartir.
Treinta años después, la cineasta estadounidense Sara Dosa realizó el espléndido documental Fire of love, a partir de las grabaciones y material inédito de los Krafft. Impresiona ver el tráiler. Y aún más el documental completo, disponible en Disneyplus. Los momentos más memorables son aquellos en que cesan las declaraciones o las entrevistas. El borboteo y el flujo de la lava, filmados por los Krafft como solo ellos osaban hacerlo, se adueñan entonces de la pantalla, con toda su belleza y una suave música de fondo.

En las mismas fechas en que los cuerpos de los Krafft eran incinerados para ser trasladados a Francia, su video de la trágica erupción del volcán colombiano Nevado del Ruiz convencía a las autoridades, incluida la presidenta de Filipinas, Cory Aquino, de que era urgente evacuar a la población ante la actividad del Pinatubo. Esa medida salvó decenas de miles de vidas.
Un viajero no necesita acercarse tanto al fuego como los Krafft, pero en algunos volcanes rojos esa distancia puede reducirse asombrosamente. Así sucede con el extraordinario Kilauea, en Hawái, donde es posible ver las sogas de lava enroscarse sobre sí mismas, cambiar de color y petrificarse ante nuestros pies —la emisión de lava no se ha detenido desde 1983—. O en la gran caldera del Pitón de la Fournaise, en Isla Reunión, que suele alumbrar una erupción cada pocos meses. O en Java, donde el Merapi disputa cada año su particular liga de campeones al Semeru y al Bromo.
Más accesible resulta el casi familiar Stromboli, al que no pudimos viajar con nuestra amiga Lidia en el año de la pandemia. Como consuelo, una noche de aquel verano montamos un viejo telescopio en el jardín. A través del ocular, Júpiter y Saturno dejaban de ser puntos luminosos para mostrarse cual pequeñas esferas resplandecientes, uno con sus franjas horizontales y cuatro satélites, casi un sistema solar en miniatura; el otro con sus inconfundibles anillos. Lidia decía que no se lo podía creer, y su felicidad se contagiaba. En el año del confinamiento, de pronto se sentía como si se hubiera asomado a un balcón. Pero este no se abría a la calle, sino a la inmensidad del universo.
Posdata: Esta primavera de 2025 viajamos por fin con Lidia a Stromboli. Próximamente dedicaré un post a esa ruta por Sicilia.
Enlaces a otros textos de Josan Ruiz sobre destinos volcánicos:
• Islandia, viaje al principio del mundo
• Los tesoros de Hawái
• Lanzarote, la isla que reinventó el paisaje
• Costa Rica, paraíso del ecoturismo
• La Palma tras el volcán
Fantástico!!
Bravo!