La rosa de los vientos
El símbolo del viaje y la navegación por excelencia muestra el círculo del horizonte dividido en 32 direcciones.
Contemplar el vuelo de las aves es un modo de aproximarse a la naturaleza del viento. Los pájaros se elevan en espirales aprovechando las corrientes térmicas, surcan el cielo en línea recta y, de repente, cambian de dirección. Los vemos inmóviles en un lugar e instantes después aparecen en otro, como si los hubiera proyectado el poder del pensamiento. Las aves encarnan la fluidez y la libertad. Se desenvuelven en el cielo y en la tierra, incluso bajo el agua. Si algo merma sus facultades es la inmovilidad. Por eso la imagen de una jaula abierta y vacía le restituye a la vida parte de su orden intrínseco y es capaz de emocionarnos.
El viento también parece libre, pero en la práctica es un trabajador que rara vez descansa. A las moléculas de aire las mueve un sueño imposible: equilibrar la presión y la temperatura en todos los puntos de la esfera gaseosa que envuelve al planeta. Pero las desigualdades entre las zonas polares y los trópicos, entre la cara norte de una montaña y la sur, entre la tierra y el mar, o entre el día y la noche, convierten esa aspiración en una quimera. Mas al viento no parece importarle, y sopla cuanto puede para atenuar las diferencias.
La vida sin viento cuesta de imaginar. ¿Qué pasaría si al ventilar una habitación no circulase el aire? ¿Quién impulsaría las olas y la arena, otorgando su dinamismo a los océanos y a las dunas? ¿Quién disiparía la humedad de los invernaderos, la contaminación de las ciudades o la calima que ensombrece el cielo?
El viento tiene poder sobre el agua. Él genera la lluvia, cuando el aire se enfría al elevarse y no puede retener su carga líquida, algo que en las zonas ecuatoriales puede suceder cada tarde. Y también establece los desiertos, cuando corrientes de aire seco –que se elevaron previamente en la zona ecuatorial– descienden en ciertas latitudes de la Tierra como por una chimenea invertida, generando así un anticiclón permanente. Ese aire retorna a continuación a la zona ecuatorial a ras de suelo –son los vientos alisios–, en un circuito sin fin. El viento disipa la niebla o la deshilacha en jirones. Dinamiza las nubes y se encarama por las laderas de las montañas, tejiendo visillos de agua que alimentan ecosistemas vegetales como los bosques de laurisilva de las islas Canarias.
Viento (feng) y agua (shui): estos dos elementos integran la palabra feng shui, que podríamos traducir por «dejar fluir». Para la antigua geomancia china, la prosperidad de un lugar depende de la interacción entre estas dos energías, cuya dinámica puede rastrearse y equilibrarse hasta cierto punto dentro de un edificio. Se considera que el viento dispersa la energía cósmica o vital (chi), que fluye a través de la superficie de la Tierra, condicionada por el relieve, mientras que el agua la acumula.
Si los paraísos pudieran equipararse a estados de ánimo, una respiración pausada o un viento suave serían un requisito para saborearlos. Pero en ocasiones sucede lo contrario. Un viento desatado destroza los cultivos, desgaja los árboles, arranca los tejados y, aliado con el agua, puede destruir una ciudad como Nueva Orleans. Ciertos vientos también alteran a las personas. En el norte de los Alpes, el seco foehn procedente de la vertiente sur desencadena dolores de cabeza y afecta al ánimo, como sabe la población y narra Thomas Mann en La montaña mágica. En el noreste de Cataluña, la tramontana es «el viento que vuelve loco». En Sicilia, el ardiente siroco, cargado de polvo del Sáhara, sopla como un secador de pelo y genera malestar e irritabilidad.
El viento deja su estela en los paisajes. Su perseverancia pule las aristas de las rocas e incluso talla arcos en la piedra, sobre todo si va cargado de arena. En la tundra helada, puede cortar la hierba como si fuera una guadaña. Cuando sopla con fuerza en la misma dirección, inclina las plantas, reduce su altura y estimula el brío de las raíces. Los campesinos conocen las ventajas de moderar el impacto del viento. Algunos paisajes agrícolas modélicos presentan un entramado de setos de piedra tapizados a menudo de vegetación. Abrigadas en esa red de cubículos, las plantas se desarrollan y la fauna encuentra refugio.
El viento actúa a su vez como un gran fecundador, sobre todo fuera de las selvas tropicales. Midiendo la cantidad de polen que transporta se puede predecir el volumen de la cosecha de las plantas que han desarrollado polen anemófilo. Suele tratarse de vegetales de flores poco vistosas (trigo, vid, olivo…), en contraposición a las que generan colores y aromas con que atraer a los insectos.
En la isla de El Hierro, asombra visitar el Sabinar, próximo a la ermita de la Virgen de los Reyes. Los vientos alisios actúan en esa dehesa como un artista alfarero, torneando y curvando los troncos centenarios de las sabinas. La mayor del conjunto parece evocar la estatua de la Victoria de Samotracia, con sus alas y ropas afrontando el embate de la tempestad.
Al navegar, el viento es la fuerza impulsora cuando se avanza a vela y la que determina las condiciones del mar. En la Odisea, Eolo le regala a Ulises un odre que contiene todos los vientos; pero la tripulación, creyendo que se trata de oro que Ulises no quiere compartir, abre la vasija y la nave está a punto de zozobrar.
Si los marinos y los viajeros tuvieran que elegir un emblema, probablemente optarían por la rosa de los vientos. Esta especie de mandala muestra el círculo del horizonte dividido en 32 direcciones. El primer nivel lo forma la cruz de los puntos cardinales. Girada 45 grados, otra cruz algo más pequeña señala el nordeste, sudeste, sudoeste y noroeste. A continuación, 8 flechas multiplican por dos los brazos de esa estrella. La completa un cuarto nivel con 16 direcciones más.
Hablando durante una excursión de esa rosa de los vientos, con 32 «pétalos» ordenados en cuatro grupos, Miguel Luqui, un gran amigo y médico homeópata, resaltaba la importancia relativa de quien la mira:
–Siempre estamos en el centro de la estrella de los vientos.
El símbolo viajero alcanza así una dimensión casi existencial, pues nos hace ser conscientes de las direcciones en el espacio, pero también del eje vertical y de la persona en torno a la cual estas giran. Los indios norteamericanos supieron integrar esos aspectos en el ritual de la pipa de la paz. En él, el anfitrión envía la primera bocanada de humo al cielo, las siguientes a cada punto cardinal y la sexta a la tierra. La caña del calumet que hace posible esa conexión se equipara a la columna vertebral.
La rosa de los vientos determina los rumbos posibles, pero también nos habla de los territorios hacia los que apuntan sus flechas, pues el viento se impregna de los lugares de donde viene y traslada parte de sus cualidades y materias (temperatura, humedad, polvo, polen, microorganismos...) hacia aquellos a donde va. A su manera pues, el viento trae noticias de lo que hay o acontece allende el horizonte.
En ocasiones desearíamos que cesase el viento. Otras veces puede agobiarnos la calma chicha. Más útil sería aprender de él. De su fluidez, de su facilidad para trasladarse y cambiar y, sobre todo, de lo que lo hace poderoso: su acción incesante, aliada con el tiempo. Un viento suave y regular puede penetrar en las cosas y modelarlas, igual que el pensamiento y la voluntad ayudan a orientar los pasos y mantener la dirección elegida.
Enlaces a otros textos de Josan Ruiz sobre fenómenos geográficos:
• Pasión por los volcanes
• La India espera el monzón
• Acompañar a los glaciares