La India espera el monzón
Junio es el mes en el que, si todo va bien, los monzones permitirán que el arroz vuelva a crecer en los campos de la India. El viajero que ha vivido esos aguaceros difícilmente los olvida.

En mayo de 2020 falleció en París, a los 89 años de edad, el gran fotógrafo Roland Michaud, quien, junto a su esposa Sabrina, llevaba seis décadas publicando extraordinarios reportajes y libros de sus viajes por Asia. Aún recuerdo la fascinación que me despertó Caravanes de Tartarie (1977), al que acompañarían más tarde en la biblioteca Afghanistan (1980), La route d’or de Samarkand (1983) o La Turquie (1986), entre otros.
En esa obra sobre Tartaria, los Michaud viajan en pleno invierno con un grupo de nómadas kirguises que atraviesa el Corredor de Waján, la delgada lengua de tierra de 220 km de largo que sobresale al noreste de Afganistán casi como el mango de una sartén, y que vemos pinzada en los mapas entre Tayikistán, Pakistán y China. El trayecto en camello que realizan los Michaud en compañía de los kirguises requiere de nueve a diez días de marcha. La sobrecogedora belleza de las montañas del Pamir quedó inmortalizada en fotografías que National Geographic ya había publicado en abril de 1972. Bibi Djamal acaba de perder a un hijo —los bebés nacidos en invierno difícilmente sobreviven— y la mirada de la joven madre parece acompañarle en la infinitud. El pan que preparan las mujeres en el interior de la yurta hace la boca agua incluso visto en foto. Y los ojos melancólicos de Shakir destilan toda la poesía de Tartaria, como se narra en el libro.
Los kirguises viajan para intercambiar corderos por trigo con los campesinos wajis, en un mundo donde todavía es habitual comerciar sin dinero. Un cordero equivale a 62 kg de trigo. El cereal no se mide por peso, sino por volumen, así que por cada cordero habrá que llenar 3.840 tazas de té, todo ello sin que se desperdicie un grano de trigo. El camello es el animal más preciado para los kirguises: un ejemplar se intercambia por 8 yaks, 9 caballos o 45 corderos.
A 20 grados bajo cero y a esa altitud, no resulta fácil caminar. En ciertos tramos hay que auscultar la capa de hielo sobre el río Waján, afluente del Pamir, y seguir el instinto para escoger la estrecha línea por la que se avanza en fila india. «La tierra es dura y el cielo está lejos», recuerda un proverbio de Asia Central.
La dignidad de cada retrato y la reverencia con que los Michaud se desenvolvían en ese entorno conmovió a más de una generación de viajeros. La autorización para realizar ese viaje prohibido a los occidentales la obtuvieron directamente de Mohamed Zahir Shah, el último rey de Afganistán. Cuando la URSS invadió el país y destrozó ese mundo, los Michaud se dedicaron a explorar la India y China.
En 2018, Albert Padrol, fotógrafo y cofundador de la librería de viajes Altaïr, invitó a los Michaud al ciclo de conferencias y talleres Geografies, que organiza cada primavera en Ordino (Andorra) y que ese año estaba dedicado a la India (el de 2025, que tiene lugar del 12 a 17 de mayo, mientras escribo este texto, lo protagoniza Argentina). Albert Padrol fue quien me comunicó el fallecimiento de Michaud. Y también me pasó el enlace del documental en el que Roland, con 85 años, toma fotografías en la India bajo los aguaceros monzónicos. «Es mi séptimo monzón», explica con su cámara réflex de película fotográfica en ristre, a la que fue fiel hasta el final. Mousson, el último libro de los Michaud (Ed. Paulsen, publicado tras la muerte de Roland), reúne las imágenes de esos siete veranos lluviosos vividos por la pareja en la India. Un fotógrafo todavía más famoso, Steve McCurry, ya dedicó en su día una obra memorable a los monzones (Moonsoon, Thames&Hudson, 1988).
En esta primavera de 2025, la lluvia nos visita a menudo y reconforta verla caer, aliviando la sequía y vivificando el bosque, la tierra o los jardines. Pero, como dice Albert Padrol, en Europa un chaparrón se afronta con un paraguas o un chubasquero, mientras que en la India esa protección de poco sirve. En ese país de contrastes extremos, el clima no es la excepción. Entre noviembre y mayo, soplan vientos secos procedentes de las estepas de Asia central, la atmósfera se llena de polvo y la temperatura sube sin remedio. Pero, a partir de junio, vientos húmedos fluyen en sentido inverso desde el océano Índico y se topan con la formidable barrera del Himalaya, que multiplica y hace estallar las nubes. Durante meses, la sequía más absoluta; de repente, la inundación.
Monzón es una palabra que procede del árabe mosem y significa estación. Los mercaderes musulmanes ya aprovechaban esos vientos estacionales para navegar hasta la India en verano y regresar en invierno cargados de especias, incienso y maderas tropicales. También Vasco de Gama impulsó con ellos sus velas cuando arribó a las costas de Kerala en 1498 tras rodear África.
Para una gran parte de la humanidad, un monzón favorable significa prosperidad y salud. Y un mal monzón, hambre, enfermedad o muerte. Si las lluvias llegan tarde o son escasas o desmesuradas, la cosecha puede echarse a perder. Si por el contrario permiten abastecer los graneros, los campesinos no tendrán que abandonar la tierra para malvivir en los suburbios de una ciudad.
Cada mes de mayo en la India la inquietud se palpa en el aire. El calor se vuelve sofocante y el agua escasea. Los astrólogos realizan sus predicciones, mientras los meteorólogos analizan las imágenes de los satélites. En los templos hindúes se honra a las deidades propiciatorias. Si el cielo se hace esperar, la imagen de San Antonio sale en procesión en Goa y otras antiguas colonias portuguesas. Pero, cuando la tensión roza el límite, un día de junio empiezan a formarse súbitamente oscuras nubes de tormenta. Cual elefantes monumentales, van creciendo como si quisieran tocar el suelo. Y finalmente abren sus odres. Una cortina de gotas grandes, pesadas, tibias al principio, más frías a medida que empapan la ropa y la piel, vela el aire. Pronto un brutal aguacero barre la tierra sedienta. En los días siguientes, la lluvia torrencial vuelve a caer, reiterativa como las salmodias en los templos, mientras retumban los tambores celestes. Los campos del infinito mosaico agrícola de la India se tornan espejos que reflejan las nubes. Los jardines parecen pequeños estanques. Los ríos multiplican la anchura de sus cauces. Aves y ranas entran en un periodo de frenética actividad.
En los valles del Himalaya, algunas laderas se vienen abajo. En el golfo de Bengala, la distancia entre el océano y el techo del mundo es mínima. Por eso acontecen en él las tempestades más devastadoras. Aliadas con la lluvia, olas enormes pueden abrirse paso tierra adentro por los arenosos deltas de Bangladesh. Aguas arriba, en el embudo de las montañas de Assam —donde el río Brahmaputra, que ha drenado el norte del Himalaya, atraviesa la cordillera para encontrarse con el mar—, se baten los récords mundiales de precipitación. Pero al oeste de la India, en el Rajastán, cercado por el desierto de Thar, el monzón puede llegar debilitado y la cosecha malograrse por completo.
Al occidental que presencia un monzón suele sorprenderle la naturalidad con que lo viven los autóctonos. La gente apenas se guarece de la lluvia; los trabajos en los arrozales se acrecientan, pues urge aprovechar la fertilidad del momento. Las mujeres recogen las hojas del té protegidas por grandes sombreros. Los niños conducen los búfalos intentando vanamente que no se detengan para revolcarse en el agua fangosa. Cuando la tormenta arrecia, los campesinos se acuclillan bajo un plástico o un saco de yute. Por las calles anegadas de las ciudades pedalean los conductores de grandes triciclos transportando a quien puede permitírselo: oficinistas con las perneras del pantalón empapadas y los zapatos en la mano, o mujeres con saris coloridos que la humedad vuelve transparentes.
Si las aguas siguen aumentando de nivel, las familias pueden pasarse días enteros subidas al techo de sus casas. Quienes carecen de ellas acampan con sus animales sobre un dique o un talud. Allí tienden sus lonas y montan los humildes charpoys (camastros de cuerda trenzada). Apenas dos meses después, los campos se teñirán de verde esmeralda y el precio de tanta incomodidad se habrá pagado gustosamente.
Se dice que el monzón es la estación más auténticamente india. Durante ella, el cielo y la tierra, que llevaban meses distantes, dándose la espalda, vuelven a unirse entre cortinas de agua.
Gracias a ese encuentro fecundo, la vida que languidecía retorna con renovado vigor y la madre naturaleza prodiga un año más el sustento. Con ello brinda a la mente india, tan amiga de la especulación espiritual, materia de reflexión para buscar el eje que hace girar la rueda de nacimientos y muertes, más allá de sus incesantes ciclos.
Enlaces a otros textos de Josan Ruiz sobre fenómenos geográficos:
• Pasión por los volcanes
• La rosa de los vientos
• Acompañar a los glaciares