Un arte que supo cómo morir
Las tribus de la costa oeste de Canadá y Alaska fueron las últimas de Norteamérica en conocer al hombre blanco.
Cuando avanzaban rumbo oeste con sus carretas por las infinitas llanuras de Canadá, los colonos europeos veían una formidable barrera de montañas que parecía crecer conforme se aproximaban a ella. Al dejar atrás Calgary, las Montañas Rocosas se alzan como un telón que corta el horizonte de norte a sur, sin fisuras ni límites aparentes.

Sin embargo, algunos ríos las atraviesan y desembocan en el Pacífico. Lo hacen zigzagueando entre los valles y crestas de la gran cordillera, que se alinean en sentido norte-sur como pliegues de un acordeón. En esos cauces turbulentos habitan tribus que raramente han visto a un rostro pálido. Unos pocos exploradores se aventuran por ellos y consiguen regresar con vida. En 1793, Alexander Mackenzie llega al océano por el río Bella Coola, unos 200 km al norte de la isla de Vancouver. En 1808, Simon Fraser desciende el gran río que hoy lleva su nombre y lo remonta de vuelta a Fort George. En 1811, David Thompson navega por el Columbia hasta su desembocadura entre los estados de Washington y Oregón. Pero lo épico de esas travesías, solo factibles una vez retirada la nieve, no anima a repetirlas. Cuando aún falta un siglo para que se abra el canal de Panamá, el acceso a la costa oeste de Canadá y sus pequeños puertos destinados al comercio de pieles solo es posible por mar.
Tendrá que discurrir el siglo XIX para que se creen ciudades como Vancouver o Calgary, y su expansión no comenzará hasta que la Canadian Pacific logre tender, entre 1881 y 1885, la línea de ferrocarril que atraviesa las Montañas Rocosas por el Parque Nacional de los Glaciares, enlazándola con la que surca las grandes planicies hasta Toronto. El coste económico y humano de esa gesta es enorme. De los 17.000 trabajadores chinos, los más eficaces y los peor tratados del batallón, entre 600 y 800 pierden la vida.

La costa de esa zona de Norteamérica, quebrada en cientos de fiordos e islas, es un reino de bosques profundos, en el que la lluvia suele empapar los gigantescos cedros, pinos y abetos, y donde, en los días de sol, los picos nevados se reflejan límpidamente en el mar. Por todas partes fluyen arroyos y ríos, siendo el agua, dulce o salada, la que abre los caminos en la maraña forestal. La extraordinaria riqueza en caza y pesca permite que las tribus de la región sean sedentarias sin necesidad de practicar la agricultura. Se trata de los indios tlingit, tsimshian, haida, bella coola, kwakiutl, nootka y salish que, junto a otras tribus menos conocidas, integran lo que se conoce como Cultura de la Costa Noroeste.
Habitantes de un mundo de abundancia, estos indios tuvieron el privilegio de ser los últimos en conocer al hombre blanco. Y también eran los que habían alcanzado el mayor grado de perfeccionamiento artístico a la hora de construir sus casas y canoas, sus ajuares y vestidos, sus máscaras y objetos rituales. El capitán Cook, que tuvo contacto con ellos a finales del siglo XVIII, escribió:
«Todo lo que tienen está tan bien y tan ingeniosamente hecho como si estuviesen equipados con la más compleja caja de herramientas. Su creatividad y destreza en todos los trabajos manuales son, por lo menos, iguales a las de cualquier otra nación.»
Cook habló con admiración de las canoas para 30 o 40 personas y de los postes totémicos, que los indios tallaban en los troncos de los cedros y que podían alcanzar hasta 40 metros de altura. No existían esculturas tan imponentes en ninguna otra parte del mundo. Pero con la llegada del hombre blanco, esos gigantes de madera empezaron a tambalearse y a caer. Los colonos trajeron consigo las armas de fuego, los metales y el alcohol… y los intercambiaban por pieles. Eso resquebrajó el vínculo sagrado que unía a los indios y a los animales tallados en los tótems, cambiando la vida de forma inexorable.
Paradójicamente, en el siglo XXI, desmembradas las viejas tribus o recluidas en reservas, cuando el musgo crece sobre aquellas esculturas y los espíritus parecen haber abandonado el bosque, el hombre blanco trabaja para conservar los agónicos cuerpos de los tótems, los restaura, se esmera por comprender su significado, los exhibe en museos u organiza exposiciones sobre la cultura de esos pueblos («El ojo del tótem» brilló en 1988 en Madrid y Barcelona; «Arte del pueblo tinglit» en Palma de Mallorca en 1996). Los artesanos indios reproducen las viejas formas en joyas, recuerdos o nuevos postes totémicos, que las ciudades acogen en sus parques. Como si la quintaesencia de aquel universo persistiera dentro del pequeño espacio que le cede el mundo moderno.

Cuando los españoles llegaron a la costa occidental de Canadá navegando desde México quedaron atónitos ante la inmensidad del paisaje y el tamaño de los bosques: los árboles podían sobrepasar los 75 metros de altura y los tres de diámetro, tiñendo de verde oscuro un laberinto de islas, canales y montañas. José Mariano Moziño, naturalista de la expedición de Bodega y Cuadra de 1792, que arribó a la isla de Vancouver antes que el británico George Vancouver, escribe:
«Cuando se ven desde el mar sus elevadas montañas, cubiertas siempre de pinos y cedros, parece que jamás sufren que se marchite su verdor. Pero al saltar a tierra no se descubren por todas partes más que playas arenosas de poca extensión, malezas, precipicios, peñascos vivos, moles inmensas de piedras colocadas con desorden o lavas volcánicas en las orillas de un lago que dista menos de un cuarto de milla del mar.»
El asombro no fue menor ante el nivel de vida de los indios que habitaban la región. Aunque estos no conocían la escritura y utilizaban solo sencillas herramientas de piedra, concha o hueso, su artesanía podía rivalizar con las mejores obras europeas del momento. Además, vivían en imponentes viviendas elaboradas con planchas de cedro que podían acoger hasta un centenar de personas. Con azuelas y cuchillos de piedra o cuernos de alce, cortaban y tallaban los enormes cedros rojos, cuya madera pulían y curvaban al vapor, fabricando canoas de guerra en una sola pieza de hasta 20 metros de eslora y dos y medio de manga, capaces de transportar entre 30 y 40 individuos.
Y tanto decorando esas canoas como en los frontispicios de las casas y, sobre todo, en los grandes postes totémicos que se alineaban como obeliscos delante de ellas, los europeos veían representadas unas figuras donde la extrañeza refrenaba la admiración. En los tótems se reproducían los animales que constituían el emblema del clan que habitaba la vivienda, combinados en una secuencia que se leía de arriba a abajo y aludía a los orígenes mitológicos de la tribu o a las conexiones sociales de la familia. Los sucesos importantes (matrimonios, herencias, nacimientos, grandes fiestas...) se sellaban con la erección de tótems alusivos. También había tótems mortuorios, con una cavidad superior en la que se disponía una caja con los restos del difunto, tallada con dibujos simbólicos.

Como si fuese una especie de matriz femenina, a las viviendas plurifamiliares se accedía a través de un agujero vertical alargado con forma de elipse, abierto en la base del tótem que presidía el centro de la fachada. Esa puerta conducía al interior del microcosmos que es el hogar y que les guarecía especialmente durante los lluviosos inviernos. El espacio manifestaba una concepción solemne y no compartimentada del mundo: en el cuadrado central, a menudo abierto al cielo, ardía el fuego. Los miembros del clan se sentaban o dormían en el claustro de madera construido a su alrededor.
El tótem simboliza las relaciones míticas entre los animales y los hombres. En la visión totémica del mundo, los animales protagonizan todo tipo de hazañas, mientras que los seres humanos pueden adquirir ciertos poderes de un animal o ser auxiliados por él. Estos relatos míticos indican que la mayoría de bienes o facultades de los que goza la tribu se deben a la imaginación, el esfuerzo o la astucia de ciertos animales en determinados momentos.
Las tribus indias de la Costa Noroeste eran recolectoras, pescadoras y cazadoras, por eso dependían de la prodigalidad de la naturaleza para sobrevivir. Ese sentimiento, mezcla de gratitud y reverencia, se reflejaba en sus mitos. En ellos, los animales creaban la luz del día, enseñaban ciertas artes a los hombres o se sacrificaban por ellos.
No hay mirada más atenta que la de un cazador tribal y, potencialmente, desde el Paleolítico, con sus pinturas rupestres, quizá no haya habido artistas tan agudos e imaginativos. Los indios del noroeste podían reproducir caras humanas y cabezas de animales rebosantes de vitalidad. Pero representaban los cuerpos igual que los de un animal cazado: los cortaban en trozos y los «secaban» con sus dibujos, mitad abstractos mitad reales. Podían dibujar la boca, la aleta y la cola que definían a una ballena al mismo tiempo que su estructura ósea y el contenido de su estómago. Pero era habitual que volvieran, una y otra vez, al simbolismo de los ojos que todo lo perciben.

Las formas y modelos de animales, inspirados en la tradición o en las visiones chamánicas, se adaptaban a innumerables perfiles y aplicaciones. Un dibujo totémico se ampliaba para cubrir la pared de una casa, o servía para decorar las cuatro esquinas de un baúl o una cuchara de cuerno, adornar túnicas, sonajeros o el mango de un puñal. Como los dibujos aludían a historias míticas, los objetos decorados con ellos estaban cargados de poder simbólico.
Otro elemento característico de esta cultura era la ceremonia del potlatch, un verbo que significa «dar». El potlatch puede considerarse una especie de sistema festivo de crédito, en el que el anfitrión ofrece regalos proporcionales a su rango a todos los invitados, que pueden ser miembros de su propia aldea o de otras tribus. Los obsequios habituales eran carne de foca o de salmón, aceite de pescado, mantas, canoas o planchas de cobre. Todo ello acontecía en el marco de una gran fiesta, donde no faltaban las danzas con máscaras rituales y canciones compuestas especialmente para la ocasión. El potlatch mostraba el poder del donante y acrecentaba su prestigio social. Los receptores tenían que esforzarse para corresponder a su vez, ofreciendo otro potlatch en el futuro, a poder ser con regalos de valor igual o superior.
El potlatch permitía redistribuir la riqueza dejando constancia festiva del acto y afrontar mejor los periodos de escasez, en un entorno donde la caza y la pesca podían fluctuar notablemente en función del año y el lugar. Sin embargo, avanzado el siglo XIX, cuando las compañías de pieles, las factorías de conservas, los aserraderos y las minas de oro inyectaron una riqueza sin precedentes en la región, los potlatchs se volvieron obsesivamente destructivos. Las guerras tribales habían sido prohibidas por los gobiernos de Canadá y Estados Unidos, y la población indígena se había visto diezmada por las enfermedades que trajeron los blancos. Los jefes arrojaban entonces el aceite de pescado a las hogueras, o llegaban a destruir mantas y canoas a fin de exhibir su supremacía y atraer a hombres de otros clanes. Necesitaban manos que empuñasen los rifles para el comercio de pieles, lo que quitaba valor a las otras actividades económicas. Como dijo un anciano kwakiutl en 1895:
«Cuando era joven, vi un río de sangre derramado en la guerra. Pero el hombre blanco vino y cortó ese río de sangre con riqueza. Ahora luchamos contra nuestra riqueza.»

A pesar de la oposición del antropólogo Franz Boas y de otros consejeros, los potlatchs y sus fiestas estuvieron prohibidos entre 1885 y 1951. Eso resultó dramático para las tribus, pues gracias a los potlatchs, un indio podía disponer para su vida cotidiana de más recursos de los que realmente poseía. Y otro tanto sucedía con el conjunto del clan. Cuando hoy alguien vive en un piso que no ha pagado o adquiere bienes a plazos, no está tan lejos de aquellos indios que retornaban a casa con los regalos recibidos y el compromiso público de devolverlos. Por supuesto, en la primera mitad del siglo XX los potlatchs se siguieron celebrando en la clandestinidad, pero con una relevancia mucho menor.
En el verano de 1988 atravesé en bicicleta las Montañas Rocosas entre Calgary y Vancouver, y luego me embarqué con ella rumbo a Alaska. Tanto me fascinó ese paisaje y aquella cultura tribal que dos décadas después retorné en familia con Cristina, Alicia y Éric. Nuestro viaje transcurrió entre Seattle y San Francisco. Pero aunque la ruta iba hacia el sur, primero nos dirigimos a la ciudad de Vancouver, a la que se llega en un cómodo trayecto en tren rumbo norte desde Seattle. Desde 1998, esa línea férrea, Amtrak Cascades, está operada por la empresa española Talgo, que ganó el concurso internacional para gestionarla.
Tras disfrutar del ambiente cosmopolita de Vancouver y la espléndida naturaleza del Stanley Park, nos embarcamos hacia la gran isla de Vancouver. El objetivo era visitar, únicamente, el Royal British Columbia Museum, dedicado a la historia natural y humana de la región. Al entrar en ese gran edificio de aspecto victoriano, cualquiera de los objetos de uso ritual o doméstico que integran su fabulosa colección de arte indígena estaba hábilmente decorado e irradiaba una belleza única. Arcones, vestidos, anzuelos, peines, utensilios para enderezar flechas, cascos de madera (las balas los tornarían inútiles), maracas, sombreros, mazas, platos de múltiples formas, delantales, cuencos para aceite, camisas, propulsores de lanzas, cajas de percusión... y por encima de todo, un increíble repertorio de máscaras. Aquellas vitrinas permitían asomarse a un mundo en el que cualquier objeto contaba una historia y tenía un significado, además de realizar una función.

Entramos, cómo no, en la gran casa de cedro que ordenaba aquel cosmos. Y aprendimos algo de los animales representados en los tótems: el generoso Salmón, principal fuente de sustento; el Águila, que simbolizaba la determinación y la amistad; la Ballena Orca, emblema de la fuerza; o el Cuervo, que con su astucia liberó la luz del día para el bien del mundo.
El más importante de los animales mitológicos era el Pájaro Trueno. Vivía en la cumbre de las más altas montañas y provocaba el trueno agitando sus alas; solía representarse con una cara humana en su pecho reflejo de su doble personalidad. El Castor, el Oso, la Foca, el Lobo, la Rana o el Mosquito también tenían su lugar en la historia de la tribu.
Frederic V. Grunfeld (1929-1987), que vivió sus últimos años en Deià (Mallorca) y era uno de los mayores especialistas en el arte de los indios de la Costa Noroeste, escribió:
«Los postes totémicos caerán al suelo y volverán a la tierra; la hierba nacerá de sus raíces, crecerán nuevos arbustos y cedros incipientes, brotando de sus caras resquebrajadas. Eso nos sugiere que quizá haya otra lección que aprender de esos cedros tallados, una lección que tiene menos que ver con las formas que con su disolución y la mortalidad del arte. Gran parte de nuestro arte representa un intento de paralizar la mano cruel del tiempo y la decadencia. Desde los tiempos de los faraones, las civilizaciones construyeron edificios en piedra con el fin de extender su imperio más allá de la tumba. “El gran arte perdura”, decimos con confianza, y nos preocupamos si se desprende la pintura de La última cena. Pero las tallas de los cedros de los postes totémicos permanecen cumpliendo el horario de la naturaleza. Esos ojos que miran tan profundamente, más allá de la superficie de las cosas, también miran con detenimiento la esencia física de la tierra y el ciclo de renovación necesario en ella. Este es un arte que supo cómo vivir y, por consiguiente, no ha olvidado cómo morir.»

Este relato empezó con la historia de un tren y acaba con otro. En 1988, cuando pedaleaba por las soledades de Canadá y Alaska, pertrechado con el equipo de fotografía y acampada, el primer minuto de la canción Last train home de Pat Metheny parecía había anidado caprichosamente en mi cabeza. La percusión fluida e inextinguible de aquel «Último tren a casa» hacía girar las bielas de la bicicleta, mientras la melodía de la guitarra me acompañaba en aquel viaje hacia el norte desconocido.
Lamentablemente, una semana de julio de 2021 Last train home regresó a mi vida en tristes circunstancias. Porque fue la pieza que presidió el funeral de uno de mis mejores amigos, el fotógrafo Ángel Catena García, fallecido de un infarto a los 65 años. Estaba previsto que la canción, una de las predilectas de Ángel, sonase por los altavoces del tanatorio de Tarragona, mientras Dani, su hijo y batería profesional, añadía la percusión en directo con la caja de su batería. Pero en el último instante, Dani dejó la caja y decidió tocar directamente sobre el ataúd.
¿Cómo debió sonar ese masaje sonoro en el interior del féretro, con las escobillas de la batería acariciando amorosamente su superficie durante toda la pieza? Misterio. Pero, si hacía falta impulso y gratitud para partir de la Tierra, Dani los sirvió en bandeja.
A Ángel Catena le encantaba narrar cosas que le habían conmovido y tenía un don para contar historias. En un momento feliz de su vida, y hubo muchos, tuvo precisamente una experiencia sincrónica con su querido Last train home. Conducía por una carretera solitaria de buena mañana y, mientras escuchaba ese tema en el automóvil, un tren circulaba en paralelo a su lado a la misma velocidad. En ocasiones, la locomotora y el vehículo se aproximaban hasta casi tocarse en función del trazado, luego se distanciaban un poco... para volverse a acercar. Aquel baile imprevisto a dúo rumbo al horizonte debió complacer también al maquinista, pues al cabo de unos minutos y antes de adentrarse en el túnel que los separaría definitivamente, saludó varias veces con el silbato de la locomotora.
Querido Ángel: Casi han pasado cuatro años desde que regresaste a ese cielo estrellado que tan bien conocías y fotografiaste. Ojalá que al otro lado del túnel aguardase la luz de la consciencia, más brillante que mil soles. En la tierra, las celebraciones sin ti no son las mismas: echamos en falta tu calidez y alegría. Gracias por hacer más bella y gozosa nuestra vida. Hiciste honor a tu nombre.
Enlaces a otros posts de Josan Ruiz sobre arte y antiguas culturas:
• Entre el dinero y la beatitud (de la banca florentina a Francisco de Asís)
• Los tesoros de Hawái (cultura polinesia)
• Los parques nacionales de la meseta de Colorado (indios anasazi y hopi)
• Creta, la isla de Zeus y del minotauro (cultura minoica)
Profundidad y belleza, gracias por este relato que conmueve el alma